Los poetas modernistas fueron los toreros señoritos de la literatura. Algunos jugaron al dandismo y trataron de seguir un consejo de Baudelaire: “Ser sublime sin interrupción” –lo que ha de ser una forma de neurosis que cansa demasiado–.
El poeta argentino Ángel de Estrada fue uno de aquellos modernistas que viajaban y escribían crónicas de prensa con estilos que las convertían en cartas de amor a la literatura. (El cubano José Martí y su orquesta de herederos crearon el periodismo literario. Truman Capote, quien solo fue cubano de apellido, secó, al sol de lo simple y directo, el sonoro lenguaje que la orquesta de Martí había hecho cantable.)
Una tarde de 1900, en Versalles, a las puertas del rococó palacio Petit Trianon, descansa el viajero incansable Ángel de Estrada. Luego, como un torero estelar y solo, el cronista entra en el teatro y en las chozas de lujo de María Antonieta, la reina a la que habrían declarado la más frívola del mundo si alguien la hubiera tomado en serio.
“Llegamos a la aldea real, capricho de una mujer en la que la niña no ha muerto”, anota De Estrada y va describiendo el molino, el cortijo y el establo que la reina de Francia había hecho levantar como una parodia de la realidad que no quiso conocer. La reina se vestía de campesina, ordeñaba a las vacas Brunette y Blanchette , y tomaba la leche en vasos de porcelana, cuenta Stefan Zweig ( María Antonieta, cap. IX).
En esa demencia había una envidia: por la extraña tersura de la piel de las verdaderas campesinas, nunca ultrajada por los puntos de la viruela, que asolaba a los nobles.
Al médico inglés Edward Jenner intrigó esta paradoja: la piel sana en las vaquerías, y la viruela en los palacios; y descubrió el porqué.
Los campesinos contraían la enfermedad vacuna, una forma leve de la viruela humana que los inmunizaba contra esta. Jenner inoculó a un niño con la vacuna y lo inmunizó; así inventó la vacunación.
Siglos antes, los turcos ya aplicaban ese método; se sabía en Inglaterra, mas “no era fácil convencer a los ingleses de que los turcos sabían hacer algo digno de imitar”, ironiza Isaac Asímov ( Momentos estelares de la ciencia , cap. XIII); mas lo notable surge dondequiera.
“¿Puede algo bueno salir de Nazaret?”, preguntó Nataniel cuando le hablaron de un tal Yehoshua, Yeshua o Jesús ( Juan , I, 46).