Al igual que su vecino, compañero, amigo, hermano, al igual que usted, yo sufrí un accidente de tránsito.
Y no sé por cuál escalón va ahora, pero si estamos en el mismo piso, me conoce mejor.
Si comienza, hablemos, y si va más adelante, con mayor razón, conversemos: soy yo quien necesita escucharlo.
Sufrí un accidente de tránsito la noche del 19 de setiembre del 2009, varios kilómetros después del puente de la Amistad, en Nicoya.
Parece mucho tiempo, pero extrañamente para mí no lo es.
Estaba a una hora de llegar a la casa de mis papás, hacia donde escapo cuando hay mucho correcorre en San José.
Iba sola, lo cual me parece un gran alivio. No choqué, ni atropellé a nadie, y doy gracias a Dios por ello.
Y, bueno, me costó mucho aceptar este regalo, pero lo es: no recuerdo nada del momento cuando dejé, sin control del carro, la carretera, vencida, según indica todo, por el sueño.
Tampoco tengo memoria de las semanas de hospitalización debido a lesiones en mi cabeza y demás detalles médicos que son eso, detalles.
Fuertes golpes y movimientos de cabeza y nuca pueden ser mortales o llevarnos a una cama en estado vegetativo.
Las semanas siguientes a la salida del hospital son igual de confusas, y no doy fe de si guardo recuerdos o fantasías.
No era la misma Marcela quien reía, peleaba, lloraba o gozaba con su familia, amigos y compañeros (a todos, gracias).
No era la misma, punto.
Un accidente de tránsito cambia la vida.
Suena obvio, pero no lo es.
Deben pasar semanas, meses y hasta años para comprender mejor quiénes somos ahora, luego del accidente.
Bueno, no le meta más cabeza: somos sobrevivientes.
Estuve 18 meses en recuperación y llevo un tiempo similar de vuelta en mi casa, la de la familia, amigos y cubículos de viejos y nuevos compañeros.
Se necesita tiempo para definir bien por dónde queremos caminar y, para nuestra fortuna, el accidente es un tema añejo, al menos, para ellos.
Este es nuestro momento.
Con fe, sin miedo, de la mano de Dios: ¡levántese, y camine!