No, señores; no se trata de un drama del más lánguido Romanticismo, donde un traicionado protagonista encuentra el sentido de su vida en la vida de clausura. Por el contrario, el título de este relato tiene que ver con nostalgias, con recuerdos aislados y con un bello episodio de la vida de Frédéric Chopin, parcialmente narrado por George Sand, nombre literario de Amandine Aurore Lucile Dupin, en su obra Un hiver à Majorque (Un invierno en Mallorca).
Para 1838, Chopin y Sand, que iniciaban su célebre romance, se trasladan junto con los hijos de esta a la mayor de las islas Baleares. Permanecerían en Mallorca noventa y tantos días, de esperanza y de duda, pero de profunda e intensa creación para ambos.
Tras múltiples avatares provocados por la incomprensión de los lugareños, la enamorada pareja trasladó su residencia a la entonces lejana localidad de Valldemosa. El sitio escogido fue el mítico Monasterio de La Cartuja, ocupado por el gobierno liberal tras desalojar a los monjes que la habitaban.
Chopin probó adecuar sus costumbres a la solitaria vida de la Cartuja, pero estuvo a punto de sucumbir en el intento. El abandonado claustro, prologado con un tétrico cementerio digno del clan de Ravenswood, y la extrema austeridad del entorno monástico junto al sombrío clamor de las colinas adyacentes, eran más propios de un escenario de ópera que de un parnasiano núcleo de inspiración.
En sus relatos sobre la Chartreuse valldemosiana, George Sand entremezcla la fantasía y la realidad al hablar del músico: “El claustro estaba para él repleto de terrores y fantasmas. Al regreso de las exploraciones nocturnas por las ruinas, lo encontraba a las diez de la noche, pálido ante su piano, con los ojos huraños y los cabellos erizados”.
Aurora, curada de fantasmas, afirmaba empero no haber atravesado nunca el mágico entorno sin una emoción que reunía placer, sobresalto y temor reverencial. De los apuntes personales de la escritora surgieron los elementos básicos para su drama Spiridion , culminado mayoritariamente en la isla Balear.
El día en que los amantes fueron avisados por la capitanía del puerto de Palma de la llegada de su piano Pleyel, Aurora y su hijo Maurice decidieron emprender el viaje al puerto, entre caminos cortados por lodazales y extremadamente peligro-sos por sus traicioneras hondonadas.
Ambos partieron al despuntar el alba, pero los trámites en la aduana mallorquina retrasaron su retorno. Para colmo, el carruaje volcó en medio de la tormenta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Era noche cerrada' La tormenta arreciaba y los fantasmas de monjes penitentes iniciaban su errabundeo entre las vetustas paredes del monasterio. La más inexorable de las sombras acechaba a Chopin: el miedo infantil a la soledad, a las tinieblas y a la ausencia materna.
Una gota de lluvia repicaba implacable sobre las vetustas tejas que espectraban el musical sonido. Aurora no regresaba, y el piano –de reducido tamaño y limitada sonoridad– no le respondía. Sobre la melodía pura, se imponía el ritmo, monótono y lánguido, como en el inmortal poema de Verlaine.
Acaso víctima de un cruel abandono, la gota intermitente, con su luminosa creatividad de bajo cifrado, impactó un alma atormentada y un papel pautado. Lo hizo con singular efectividad pues, al cabo de tantas horas de angustia –alejado de Aurora y de la esperanza–, el pianista poeta descodificó el tamborileo mortal y lo trasladó –con la rara alquimia de su inspiración– desde un íntimo patíbulo hasta el pentagrama: habían nacido los Preludios de la gota de lluvia.
Es explícito el relato de Sand a su regreso del patético episodio: “Federico lloraba, y su mano izquierda repetía hasta el cansancio el tema de la gota de lluvia' ‘¡Creía que habíais muerto!’, expresaba entre sollozos, con una voz que yo no reconocía...”.
Los Preludios. El conjunto de los Preludios de Chopin integra veinticuatro episodios, ordenados los de numeración impar en juegos de quintas ascendentes. Los números 4, 6, 8 y 15 tienen en común una persistente repetición de notas, similar a gotas de lluvia, e identificables con la obsesión de una idea fija o de un fantasma repetitivo.
Con relación a la génesis de los Preludios que ingresaron en la leyenda, Sand es explícita: “Chopin se veía ahogado en un lago; gotas de agua helada le caían rítmicamente sobre el pecho. Cuando le hice escuchar el ruido de esas gotas de agua sobre el tejado, negó haberlas escuchado antes.
”Su composición de esa noche se encontraba llena de las gotas de lluvia que resonaban sobre las tejas sonoras de la Cartuja, pero se habían traducido en su imaginación y en su canto por lágrimas que caían del Cielo sobre su corazón”.
Tal vez el relato de la novelista acerca de la génesis de los Preludios mallorqueses pueda explicar su naturaleza. Según la autora, “varios de ellos presentan al pensamiento visiones de monjes fallecidos, y la audición de los cantos fúnebres que lo asediaban”.
Acaso tal narración explique entonces esta célebre frase del músico: “Siempre preferí escribir todas mis emociones a ser devorado por ellas”. Según Estanislao Pellicer en su obra Chopin en Mallorca , quedan por testigo de tal afirmación las obras compuestas durante aquel período.
La verdadera identidad del Preludio de la gota de lluvia está destinada, empero, a ser un misterio sin resolver. Para Franz Liszt correspondería al Número 8 , escrito en la misteriosa ambientación del fa sostenido menor.
No obstante, el Número 15 (en re bemol mayor) recibe la mayor votación entre los biógrafos, quienes comparten el criterio de Maurice Sand, hijo de Aurora. Algunos –los menos– indican que la escena relatada por la escritora corresponde al Preludio número 6 , que fue interpretado en los funerales del compositor.
Relato de una emoción. Durante los primeros meses del invierno de 1999-2000, quien esto escribe se encontraba en Mallorca, con ocasión de un montaje de La Cenerentola , ópera de Rossini, en el Teatre Principal, en cuyo elenco interpretaba el rol de Ramiro, príncipe de Salerno.
Ascender a Valldemosa, entre senderos tortuosos enlazados con colinas sombrías, resultó una experiencia irrepetible. Señales de un fugaz Rubén Darío aparecían de cuando en cuando, entre campanadas de alerta que tañían en azul desde las Ramblas de Palma. El poeta nicaraguense habitó entre las paredes del monasterio cartujo y así lo recuerda una placa ubicada en la plaza del pueblo.
Arribé fantasmalmente a la Cartuja. Cual si conociese el camino, crucé sin tropiezos entre capillas y locutorios; llegué sin detenerme hasta la celda cuatro y –sin intimidarme ante la majestad de los fantasmas que pululaban por doquiera– atravesé resueltamente el pequeño jardín', el innombrable Jardín que, cual su homólogo de las Hespérides, había recibido en su día la sagrada chispa del fuego divino.
Acaso quisieran los fantasmas observar con el cantante viajero una norma de estricta cortesía: su melodía de bienvenida se llenaba de armónicos, extraviados por instantes en el lienzo impresionista de una tarde poblada de colinas. En correspondencia, grité como nunca lo había hecho, respondiendo a las druídicas salutaciones de retorno que me reconocían como a un camarada.
El gozo fue inefable: los ecos de mi garganta regresaban –deformados en turbulencia por el hemiciclo de colinas– a su sitio de origen: un jardín perpetuado en el tiempo, entre cuyos rosales capturose, una noche de invierno, la quintaesencia del llanto de un poeta.
Un par de pétalos –otrora carmesíes– asilados entre las páginas de un ejemplar del libro de Aurora, son hoy las únicas pruebas materiales de una emoción inolvidable. Fueron cortados, por quien esto escribe, en el mismísimo jardín que escoltaba la celda chopiniana, crisol de miedos, de alquimia y de poesía. En él, por breves instantes, fui tiernamente feliz, olvidado del tiempo y de la vida, al amparo de una gota de lluvia ausente del invierno y quedamente alojada en mi alma.