Como su nombre indica, Gran Caimán es la isla de las mordidas. Más valiosos que sus bancos de corales, son sus bancos de plata, que han dejado a muchos países solo en provincias tras las fugas de capitales.
Por las fortunas que alegran sus arcas, Gran Caimán es la última de las Islas Afortunadas que ilusionaron a nuestros antepasados, ansiosos de habitar islas felices. Si los ancestros hubieran sabido que ellos son el tiempo pasado –que siempre fue mejor–, habrían sido más felices y no hubieran mortificado a las autoridades exigiéndoles islas.
Queda el recuerdo de algunas ínsulas felices. Una fue la Atlántida, pero su decadencia fue muy precipitada. Otra fue la isla de Utopía , de santo Tomás Moro. El escritor francés Pierre de Marivaux inventó la isla de los Esclavos , que, por alguna razón, no ingresa en nuestra estadística de islas felices.
Ciertos utopistas se quedaron cortos de geografía y, en vez de islas, imaginaron planetas; id est , la superproducción de la felicidad: Sir Thomas More pasado por Spielberg. En su libro No hay tal lugar (cap. VII), Alfonso Reyes recuerda dos orbes: la Ciudad del Sol, de Tomasso Campanella, y los Estados de la Luna, de Cyrano de Bergerac.
En todos esos lugares se ofreció la felicidad, de modo que las utopías parecieron gozar de constantes elecciones. Sin embargo, solamente en algunas islas se garantizó la vida eterna en este mundo.
La tradición china exalta la Isla de los Inmortales, pero nunca nos pasó la dirección precisa. Más irónico, menos crédulo, Jonathan Swift inventó la isla de Lilliput, donde algunos niños nacían con una marca en la frente que los destinaba a la inmortalidad ( Viajes de Gulliver, III, 10).
Aquellos niños condenados a la inmortalidad eran los struldbrugs ; nunca morían, pero siempre envejecían a partir de los 30 años (cuando en verdad se inicia la senescencia del cuerpo humano). A los 200 años no entendían a la gente pues el idioma había cambiado mucho en ese lapso (sorpresa imposible ahora porque la escritura fija el lenguaje). Por lo demás, la inmortalidad sin juventud es un castigo clásico; lo sufrió el troyano Titono, quien al fin se convirtió en cigarra.
Para la ciencia, 120 años es el máximo de vida del ser humano. Lo cuenta el médico español Francisco Mora Teruel en su libro El sueño de la inmortalidad (cap. VIII), quien nos convence de que envejecer sano es mejor que no envejecer.
¿Quién sabe? La inmortalidad tal vez exista, pero nadie ha vivido lo suficiente para comprobarlo: la inmortalidad, la avaricia de tiempo, la angustia de caer del ser a la nada. Como la mariposa de un poema de Juan Ramón Jiménez, la vida pasa, y “sólo queda en mi mano la forma de su huida”.