Cuenta Homero en la Odisea que, después de 20 años de hazañas, Ulises regresaba a su hogar disfrazado de mendigo con la esperanza de rescatar a su esposa Penélope de codiciosos pretendientes que intentaban usurpar su trono. Argos –que fue en otro tiempo el magnífico perro de Ulises–, echado sobre estiércol, lleno de pulgas, viejo y cansado, reconoció a Ulises, mas estaba muy débil para salir al encuentro de su amo, por lo que, en un último esfuerzo por halagarlo, apenas agachó las orejas y movió la cola.
Para no delatarse, Ulises pasó de largo, no sin antes derramar una lágrima por su perro. Argos murió sin revelar la presencia de su amo, lo que hubiera arruinado el plan de Ulises de acabar con sus enemigos.
El canto de la Odisea que describe ese evento demuestra sin lugar a duda el fuerte vínculo que existe entre humanos y perros.
Además, no deja de ser sugerente que, en el punto máximo de la narración, fuera un miserable canino, y no la abnegada y hermosa Penélope, el centro de atención emocional de esta magna obra creada en el siglo VIII a. C. La escena recapitula la siguiente máxima atribuida –entre otros– a Lord Byron: “Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”.
Fósiles. Se calcula que en el mundo existe un perro por cada 15 personas, lo que equivale a cerca de 450 millones de caninos agrupados en no menos de 400 razas; esto, sin tomar en cuenta a los tenaces zaguates, los más abundantes de todos.
En los Estados Unidos –donde existen unos 74 millones de perros–, cerca de la mitad de los 45 millones de dueños piensan que su perro es parte de la familia y les dan los servicios correspondientes a un niño de tres años.
En ese país, la industria basada en productos para perros asciende a unos 55.000 millones de dólares por año, un poco más que el producto interno bruto de Costa Rica.
La prueba fósil más certera de la sociedad entre perros y humanos se ha hallado en antiguos entierros. Ambas especies aparecen juntas en sitios de Bonn-Oberkassel (Alemania) y en Ein Mallaha (Israel) de 15.000 y 12.000 años de antigüedad, respectivamente.
Sin embargo, los fósiles descubiertos en la cueva Goyet (Bélgica), proponen una edad de domesticación cercana a los 32.000 años. En el continente americano, restos hallados en la Cueva del Peligro, en Utah (Estados Unidos), son de hace 11.000 años, lo que sugiere que los perros acompañaron a los humanos en su viaje a través del estrecho de Bering durante el final de la glaciación.
Por otro lado, la comparación entre el ADN del perro ( Canis lupus familiaris ) y el del lobo gris ( Canis lupus ) indica que estas dos especies cercanas –que aún pueden entrecruzarse y generar híbridos fértiles– se separaron durante el Paleolítico Medio, hace unos 100.000 años. Esto sugiere que la sociedad entre perros y humanos podría ser tanto o más antigua que el mismo lenguaje.
La hipótesis más plausible para explicar los inicios de esta asociación propone que, durante el Paleolítico, los humanos y los lobos compartían las mismas presas y viajaban largas distancias detrás de ellas. Durante estos encuentros, los lobos de menor rango –por ende, más mansos– en la estructura social de la jauría lobuna, se acercaron a los humanos para compartir la caza y la carroña, lo que finalmente permitió domesticarlos.
Solo “primos”. Los lobos y los perros son especies muy cercanas, pero hay rasgos de comportamiento, estructura social y anatomía que los distingue claramente.
A diferencia de los perros, los lobos no ladran, su dentadura es mucho más potente, su marcha es muy distinta, su ciclo reproductivo ocurre una sola vez al año, su estructura social es piramidal y rígida, y se resisten a ser domesticados.
Una sorprendente característica cognoscitiva común entre perros y humanos que está ausente en los lobos, es la propiedad de imaginar y predecir los deseos de una persona. Experimentos hechos en el Instituto Max Planck (Leipzig, Alemania) han demostrado que los perros pueden buscar y traer objetos requeridos por el amo sin que estos sean pedidos explícitamente. Es decir, los perros son capaces de interpretar información parcial, como una señal o una mirada al objeto.
Además, como cualquier sinvergüenza, los perros son propensos a desobedecer órdenes cuando el amo no los ve, y hábiles de corregir su comportamiento tan pronto sienten que el ojo del amo está cerca, sin la necesidad de recibir mandatos directos.
Aunque esas conductas parecen obvias para los conocedores de perros, la realidad es que son propiedades extraordinarias, ausentes en la mayoría de los animales.
Incluso los inteligentes chimpancés, los parientes vivos más cercanos de los humanos, no rivalizan con las capacidades “adivinatorias” que los perros poseen para predecir el comportamiento. Es posible que esta cualidad cognoscitiva de los perros sea producto de la selección natural.
Para sobrevivir durante su larga relación con los humanos, los perros debieron aprender a interpretar los deseos subliminales de sus amos a cambio de un bocado o un rato de juego. Efectivamente, el comportamiento y la apariencia de los perros se parecen más a los de los juguetones cachorros de lobo, que a los lobos adultos.
Cabe notar que los humanos también poseen características neoténicas; es decir, mantienen rasgos juveniles tanto en su físico como en su comportamiento. Así, las personas prolongan la edad de juego hasta edades adultas, tal y como lo hacen los perros.
Buena asociación. Otro aspecto que notoriamente distingue a los perros es el tamaño del cerebro, que se ha reducido entre un 15% y un 20% en relación con el de los lobos. Esto no es de extrañar ya que la reducción del cerebro es una característica común en las diferentes especies de animales domesticadas.
Así, las aves, las ovejas, las vacas, los cerdos y los caballos domésticos tienen el encéfalo significativamente menor que sus contrapartes silvestres.
Lo más sorprendente desde una perspectiva antropocéntrica, es que el cerebro de los humanos también se ha reducido con respecto al de sus ancestros más próximos.
De acuerdo John Hawks, profesor de antropología de la Universidad de Wisconsin-Madison, en los últimos 20.000 años el cerebro humano se ha reducido un 10% con respecto a los habitantes del Paleolítico Superior. Las consecuencias de este fenómeno son desconocidas, pero no podemos dejar de lado la superdomesticación humana como una opción pendiente.
Basado en ello, hace una década, Colin Groves, de la Universidad Nacional de Australia, propuso la audaz idea de que los humanos habían domesticado a los perros tanto como los caninos a los humanos.
Tal propuesta indica que entre ambas especies se estableció una sociedad mutualista, en la que los humanos acogieron a los perros dentro de una estructura social de jerarquía que les proporcionó alimento y resguardo; a cambio, los perros complementaron a los humanos con sus finos sentidos, tales como el olfato, la vista nocturna, el oído y las acciones de alerta, entre otras características.
Así, la reducción del encéfalo en los humanos y los perros sería la consecuencia “obvia” de no requerir los complementos del cerebro que cada especie usaba para sobrevivir en condiciones aisladas durante el Paleolítico.
Desde esta perspectiva evolutiva y evocando la Odisea , los perros siempre seguirán moviendo sus colas para ganar amigos, mientas que los humanos' sus lenguas para engañar e insultar a sus enemigos.
EL AUTOR ES INTEGRANTE DEL PROGRAMA DE INVESTIGACIÓN EN ENFERMEDADES TROPICALES DE LA UNA Y DEL INSTITUTO CLODOMIRO PICADO LA UCR.