El encabezado de estas notas imita el título de un exitoso libro que trata sobre Andrés Bello, escrito por el historiador Iván Jaksic. Se titula Andrés Bello, pasión por el orden (Universidad de Chile, 2001). Se muestra en ese estudio que el sabio caraqueño fue un apasionado del orden como idea y práctica, como método y fin capaz de organizar inteligente y pacíficamente las nuevas repúblicas que surgían en Hispanoamérica luego de la independencia.
Más útil que la imposición de una ideología política en particular –fuese la liberal de avanzada o la conservadora de paso más lento–, se trataba de hacer prevalecer el imperio del orden para construir la república sobre bases duraderas. Las ideas pesaban menos que una armoniosa y disciplinada práctica social.
La experiencia de los agitados años que siguieron a la independencia indicaba que solo había dos caminos: el del orden hacia la deseada república democrática, o el de la anarquía hacia la tiranía y el despotismo.
Jaksic postula que en Andrés Bello hay un nuevo sentido del orden. No admira el orden rígido y estático del sistema monárquico de los siglos coloniales, sino el orden creativo y civilizador de la república y del progreso que correspondía al ritmo renovador del siglo XIX.
El nuevo orden no era una abstracción: debía expresarse primero en las nuevas constituciones nacionales; luego, concretarse en la vida social y personal, y, desde allí, en el respeto a las leyes, a los jueces, a las autoridades elegidas. Bello postulaba la obediencia a los mandatos emanados desde la Presidencia y los ministerios, y la claridad de los acuerdos comerciales. El nuevo orden debía verse en la vida diaria.
Simón Bolívar. Esa preocupación la había manifestado ya el gran Simón Bolívar: el orden social debía ser el basamento de la república. La expresa desde temprano en su vida política, y las vicisitudes de la lucha por la independencia y por la construcción de la república le confirman la validez de tal idea. A modo de ejemplo, citemos tres escritos suyos: uno de 1812, cuando se iniciaba el torbellino de la guerra contra España, y dos textos tardíos: uno de 1826 y el otro de 1829, ya en el fatigado ocaso de su vida política.
El primero se conoce como Manifiesto de Cartagena y es el primer documento público de Bolívar. Analizando la caída de la Primera República de Venezuela, escribe: “Tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se sintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada”.
En marzo de 1826, Bolívar escribe desde Lima al general José Antonio Páez, informándole de la constitución que redacta para Bolivia: “Yo enviaré a usted un proyecto de constitución que he formado para la República de Bolivia; en él se encuentran reunidas todas las garantías de permanencia y de libertad, de igualdad y de orden”.
En julio de 1829, desilusionado de tantas luchas que cree inútiles, escribe Bolívar a su amigo Estanislao Vergara: “La perspectiva de la América [...] ha aumentado mi pena, porque esto nos dice claramente que el orden, la seguridad, la vida y todo se aleja cada vez más de esta tierra condenada a destruirse ella misma y ser esclava de Europa”.
Marcha pacífica. Desde joven, Juan Rafael Mora participa de esas ideas sobre la importancia del orden, bien de modo intuitivo, bien gracias a sus viajes y su experiencia. Así lo expresa desde 1843, cuando se publican las que parecen ser sus primeras páginas impresas: en el número 12 del Mentor costarricense , del 25 de marzo de ese año, aparece una carta a los editores en la cual se exponen aspectos atinentes a la organización de los tribunales de justicia. Allí expresó el joven Mora Porras: “[...] convinieron las sociedades en la erección de varios tribunales cuyo origen estuviese en el pueblo y cuyas funciones fuesen las de dar a cada uno lo que es suyo; esto es, administrar justicia cuando hubiese desavenencia entre dos o más personas en defensa de sus acciones y derechos. Ningún pueblo regularmente organizado puede existir sin semejantes tribunales, que son el apoyo firme del orden social y la salvaguardia de las garantías individuales”.
“El apoyo firme del orden social” y el respeto a cada individuo de ese gran cuerpo debían ser principios rectores de una convivencia que exigía en el país un competente sistema de justicia.
Mora llegaba de un viaje a Jamaica. Motivado por cuanto ha visto –y aprendido– de la administración de sus leyes, herederas de la consolidada tradición legal inglesa, las piensa para su país.
Así, en la mitad de los 18 textos incluidos en Juan Rafael Mora Porras. Escritos selectos (2011), aparece la noción del orden social como una conducta indispensable para el bien de la nación. En el discurso que el presidente Mora pronunció en 1850, cuando la instalación de las Facultades de Medicina y Ciencias Legales y Políticas, dijo:
“Después de 300 años de vasallaje hemos recobrado la independencia. [El país] se gobierna por sus propias leyes, mantiene por sí mismo la paz y el orden social y propende a su engrandecimiento por medio del trabajo, productor de la riqueza pública”. Cierra don Juan este discurso memorable con esta frase: “[...] felicito a mi patria, en este día de glorioso recuerdo que celebramos sin zozobra, en paz y orden, tranquilos y contentos”.
Sin embargo, cinco años después, el fantasma de la guerra amenaza el bienestar conseguido. Dijo el presidente Mora en el primer párrafo de su informe al Congreso de 1856: “Grato era el cuadro que en su modesta infancia presentaba Costa Rica al terminar el año de 1855. Concordia y amistad con los países hermanos y extranjeros; orden, paz y prosperidad en el interior [...]. El espíritu laborioso de los costarricenses, su respeto al orden, su amor a la propiedad y al acuerdo constante de la Nación y el Gobierno producían tan opimos frutos, cuando exteriores acontecimientos, funestos al parecer para la América Central [...], vinieron a interrumpir esta marcha pacífica y feliz”. Termina este discurso con una petición sencilla y directa: “Cimentemos la unión, el orden y la libertad. Unámonos para hacer imposibles la tiranía y la licencia”.
Orden sin temor. En mayo de 1857, concluida ya la Guerra Patria y difundido con gloria el nombre de Costa Rica, expresó Mora en su mensaje al Congreso: “La República no retrograda, continúa su marcha de prosperidad y conservándose en ella la paz y el orden interior, de que felizmente disfruta, sin duda alguna alcanzará un Nombre entre las demás naciones y grandes resultados en sus facultades intelectuales y en su ser físico y moral”. Ahora, el orden era el camino hacia la paz y un futuro digno y prestigioso entre los pueblos del mundo.
En el mensaje al Congreso, en mayo de 1859, al tomar posesión del mando para otro período, el presidente Mora es aún más enfático en sus llamados por la mantención y respeto del orden. Afirmó que el Gobierno “procurará que los progresos materiales que se efectúan en todos los ángulos de la República estén en perfecta consonancia con los del interés moral, intelectual y social del orden público”.
Al final de ese mensaje, resumió su programa en cinco puntos; los dos primeros: “1. Sostener el respeto debido al Gobierno y leyes de la República sin mengua del honor nacional. 2. Sostener, como he sostenido en el período de mi anterior administración, el orden público sin temor a consideraciones de ninguna especie”.
Cuenta su sobrino Manuel Arguello Mora que, durante la entrevista con James Buchanan en la Casa Blanca, Juan Rafael Mora rechazó la propuesta de ese poderoso presidente de confederar las cinco repúblicas centroamericanas porque, respondió Mora, “Costa Rica lo perdería todo, su tranquilidad, sus hábitos de orden y trabajo, y hasta su sangre, que estaría en la necesidad de derramar sofocando revoluciones”.
No hay duda de que Juan Rafael Mora, como Bolívar y Bello, había percibido, en el respeto al orden social, en el culto de la obediencia civil, el más seguro camino hacia la anhelada república democrática.
El autor es doctor en literatura románica por la Universidad de Cornell y profesor en la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la UNA.