En el barrio marginal del pueblo, una mujer vive sola; tendrá setenta y cinco años de edad. Su casa es humilde, de adobes, techo de teja, piso de tierra. No hay adornos, nada más la primitiva sencillez de lo elemental: un camastro, una mesa, dos banquetas y un fogón.
Recibe a Carlos con una sonrisa y lo invita a entrar. Carlos pasaba con frecuencia por su barrio, por su calle, frente a su casa y la observaba atendiendo su pequeño jardín. Le interesó su cariñoso mirar. Decidió visitarla.
—¿Por qué tan sola?
—Tuve tres hijos, un varón y dos hembritas. El varoncito murió muy pequeño por la tifoidea y las mujercitas se casaron y viven con sus maridos muy lejos de aquí. Jamás las veo.
—¿Y su esposo?
—Nunca tuve esposo, solo un amigo que llegaba de vez en cuando, decía que me quería, pero no se quedaba. Y así, entre ir y regresar, tuvimos los tres hijos.
—¿Diría usted que era un amor?
—Yo diría que era todo el amor, porque fue el único que tuve.
—¿Y que pasó?
—Un día, al marcharse, me dijo “adiós, muchacha”, como siempre cuando se iba. Nunca más regresó. Lo busqué, pregunté, desapareció. De esto hace cincuenta años. Mis padres murieron jóvenes y fui algo así como una persona abandonada. No conocí escuelas, colegios ni nada de eso. Poco aprendí. Cuando mi hombre se fue'
—¿Su qué?
—Sí, mi hombre, porque eso era. Un hombre que llegó, que llegaba, que me amó y se fue. Es posible que así sea el amor; pasajero, de vez en cuando. El amor de todos los días se parece más a una costumbre. Costumbre buena, sana, pero costumbre al fin. El amor es otra cosa. Alegría con el encuentro, preocupación al marchar. Cuando mi hombre se iba, nunca tuve seguridad de su regreso. Me quedaba con la duda. Pero siempre volvía; y así por varios años. Hasta que un día, ya nunca más.
—¿Y ahora?
—Mire, ahora casi nada se de lo que fui. Como le cuento, mi hijo murió y mis dos hijas se fueron. Sé que tengo nietos, pero no los conozco. A mis hijas las estoy olvidando; pero vea usted qué raro, a mi hombre lo recuerdo siempre, todos los días. Pienso que en cualquier momento puede aparecer. Mientras tanto, cultivo el jardín por las mañanas y en las tardes, desde mi ventana, contemplo las casas del pueblo, el humo de sus chimeneas, una calle tranquila y la gente al pasar. En las noches, cuando me acuesto, me duermo pensando que tal vez mañana regresará y me saludará diciendo: “¡hola, muchacha!”.
—¡Pero han pasado cincuenta años!
—¿Usted cree que cuando se ama pasa el tiempo?