A principio del siglo XX, dos barcos similares se hundieron en el Atlántico norte. El primero fue el Titanic , en 1912, que chocó con un iceberg ; el segundo, el Lusitania , después de ser bombardeado por un submarino alemán en 1915.
El economista Benno Torglerb, de la Universidad de Queensland, dirigió investigaciones sobre esas tragedias, y los resultados demostraron que, en ambas catástrofes, la proporción de pasajeros que se salvó fue similar; pero, en el Titanic , los niños tuvieron un 15% más de oportunidad que los adultos; y las mujeres, 50% más que los hombres. En el Lusitania , la mayoría de los sobrevivientes fueron jóvenes y adultos entre los 16 a 35 años.
Desde la perspectiva de la evolución de las tragedias, lo que intriga es que las tripulaciones de ambos buques eran análogas en el número de pasajeros, sexos, edades y condición social. Ante esas diferencias, la pregunta obvia es: ¿por qué la mayoría de los sobrevivientes del Titanic tocó al grupo más “débil” (mujeres y niños), mientras que, en el Lusitania , los favorecidos fueron jóvenes robustos?
Parece que en el Lusitania prevaleció la “ley del más apto”, mientras que en el Titanic predominó “el altruismo”: dos modelos selectivos aparentemente contradictorios, destacados por Charles Darwin hace más de 150 años.
De acuerdo con el paradigma de la evolución, el “propósito” esencial de las especies es sobrevivir hasta dejar el mayor número de descendencia posible; es decir, maximizar la herencia y la dispersión de sus genes. Desde la perspectiva del biólogo Richard Dawkins, son los genes, y no los individuos, los que se perpetúan. Por esto, en 1976, Dawkins denominó “egoístas” a los genes y señaló la tendencia de estos a permanecer sobre las especies.
Esa permanencia se logra de dos formas. La primera es la reproducción asexual, que da lugar a clones genéticamente idénticos al progenitor. La segunda forma es la reproducción sexual, en la que la mitad de los genes heredados corresponden a la madre y la otra mitad al padre. Esto significa que cada hijo solo recibe la mitad de sus genes de cada progenitor.
La reproducción “egoísta” asexual es la dominante en bacterias y en algunas plantas. A primera vista, parece ser la reproducción más segura para perpetuar los genes; sin embargo, a mediano plazo, esta estrategia tiene inconvenientes: todos los individuos genéticamente idénticos son igualmente susceptibles a las infecciones, cambios climáticos, envenenamientos y otros desastres, y, por lo tanto, son más propensos a la extinción.
Por otro lado, la reproducción sexual (preferida por los animales), además de ser “altruista” (y más divertida), favorece la repartición de los genes y la variedad de las especies pues hace que los individuos de las generaciones siguientes sean ligeramente distintos: apenas lo suficiente para responder de manera diversificada a gérmenes patógenos y a tragedias.
Así, cada individuo tiene más posibilidades de adaptarse y de sobrevivir a los retos de los cambios. Por tanto, la variabilidad aumenta los chances de adaptabilidad y de supervivencia de las especies y por lo tanto de sus genes “egoístas”.
En los animales, el altruismo se manifiesta tanto en su estructura orgánica multicelular interna como en la social externa. Por ejemplo, el sistema inmunitario de los animales es altruista por excelencia. Las células de este sistema se sacrifican defendiendo a los demás tejidos contra invasores para que, en última instancia, los óvulos y los espermatozoides cumplan su función reproductiva como depositarios de la herencia.
Cuanto mejor defienda la inmunidad y más eficiente sea su sacrificio, más posibilidades tendrá el individuo de perpetuar sus genes en las siguientes generaciones. De aquí se desprende que, sin la colaboración celular, no podrían existir la multicelularidad ni –en consecuencia– la complejidad de los animales.
El altruismo desplegado por los animales sociales responde a un mecanismo de selección conocido como “aptitud inclusiva”, concepto desarrollado por William D. Hamilton en la segunda mitad del siglo XX.
Ese código de la biología evolutiva propone que, en ciertas circunstancias, un organismo puede favorecer la transferencia de sus genes mediante la cooperación más que por la competencia. Ello es evidente en los animales que protegen altruistamente a sus crías de las garras de un predador, asegurando así la transferencia de sus genes “egoístas” a costa de su propia vida.
El altruismo es la forma predominante en los insectos sociales, como las abejas y las hormigas, pues todos los individuos del enjambre están estrechamente relacionados entre sí (son hermanos). Las obreras y los soldados se sacrifican por su reina, la única que se reproduce.
Por ello, a ese tipo de sociedades perfectas (eusociedades), Edward O. Wilson, autor de Sociobiología (1971), las concibió como “superorganismos”. ¿Qué pasa entonces en sociedades no tan perfectas, cuyos miembros cada vez son menos relacionados entre sí?
En el caso de manadas formadas por familias, donde hay una mayor distancia genética entre sus miembros, el altruismo persiste, aunque más laxo, principalmente para defender a las crías, como sucede con los bisontes y antílopes. En esos grupos también hay competencia por recursos, como las peleas entre machos por las hembras, lo que representa la otra cara de la moneda.
Así, el altruismo parece ser más fuerte conforme existe mayor relación genética entre el ejecutor y el recipiente de la acción altruista, lo que se ha llamado “selección por parentesco”. De allí se deriva que los miembros de una especie tendrán más acciones altruistas entre ellos que con otras especies (con excepción de algunas relaciones simbióticas).
Sin embargo, el mismo Edward O. Wilson recientemente ha desafiado ese concepto. Él sugiere que, independientemente de su filiación, a los individuos les va mejor cuando cooperan que cuando viven una vida solitaria. Así, según él, el altruismo puede explicarse de manera más simple por el mecanismo convencional de la selección natural que por la “selección por parentesco”.
El modo por el cual se fija el altruismo en las especies, es un tema de investigación permanente y en gran medida desconocido. En el caso de las aves y los mamíferos, lo más relevante parece ser el origen cercano de la convivencia desde el nacimiento, que “impregna” química y neurológicamente las relaciones de parentesco.
Aunque los humanos están sometidos a los mismos procesos de selección, su inteligencia superior les permite tomar decisiones razonadas sobre sus acciones, librándolos de las ataduras puramente biológicas. Entonces, la disyuntiva del altruismo frente al egoísmo de “sálvese quien pueda” –observada entre el Titanic y el Lusitania– , parece resolverse si se toma en cuenta que el Titanic tardó 2 horas y 40 minutos en hundirse, mientras que el Lusitania naufragó en solo 18 minutos.
Esa diferencia dio tiempo para que en el Titanic surgieran las pautas sociales y el altruismo, favoreciendo a los niños y a las mujeres, mientras que en el Lusitania prevaleció la ley del más fuerte debido al poco tiempo.
Sin embargo, en esta historia también hay acciones perversas, propias de los humanos. Mientras en el Lusitania no hubo distingo de clase entre los que se salvaron, en el Titanic sobrevivieron principalmente pasajeros de primera clase, dejando a su (mala) suerte a aquellos de tercera clase, lo que, después de todo, indica que ser V. I. P. cuenta a la hora de ser altruista.
EL AUTOR ES MIEMBRO DEL PROGRAMA DE INVESTIGACIÓN EN ENFERMEDADES TROPICALES DE LA ESCUELA DE MEDICINA VETERINARIA DE LA UNA, Y miembro DE LA ACADEMIA NACIONAL DE CIENCIAS DE COSTA RICA.