Llegar a los 95 es haber vivido olvidado por la muerte, de modo que entonces hay que recordarle sus deberes. Mario Monicelli decidió que había llegado su hora de hacer el mutis de este mundo en un vuelo supremo –desde un quinto piso– que lo alzó a la eternidad del arte, con la que ya estaba en tratos ocultos desde los grises años 50, cuando fue un contrabandista de alegría en un país demolido por la guerra.
La vieja Italia volvía entonces a renacer de las cenizas, con la maestría que solo da la práctica en las resurrecciones. Felizmente, el coro de pueblos que se rehízo de los bárbaros (nuevos italianos), que sobrenadó la densidad de la Edad Media, que venció a sus propias guerras del Renacimiento, que quebró los yugos español y austriaco, y que se reunificó regio-plebeyo, podrá también con Silvio Berlusconi, director de la orgía all’italiana.
En la Italia-Tercer Mundo de los años 50, Mario Monicelli volteó en el aire al neorrealismo de la pobreza trágica, de bicicletas y ladrones, para que cayese sobre los pies sin zapatos de la picaresca.
Amaneció entonces I soliti ignoti (Los desconocidos de siempre, 1958), cinta que volvió a hacer reír a una nación que, para hacerlo, solamente confiaba en sus políticos.
En 1955, Mario había disfrutado con Rififi , película de Jules Dassin, director estadounidense con nombre de francés. En Rififi , expresidiarios roban una joyería con métodos sutiles, y no a balazos (Hollywood habría cobrado los derechos).
Mario filmó una réplica con sorna de comedia y engendró una ridícula troupe de ladrones, como un boxeador vencible (Vittorio Gassman), un desconcertado padre de familia (Marcello Mastroianni) y un ilustrado violador de cajas fuertes (el príncipe Antonio Comneno De Curtis di Bisanzio: o sea, Totò ).
Al final, el robo es una operación fracaso de gente que está fuera de lugar porque hasta las sutilezas del delito exigen cierta aristocracia.
Monicelli halló así la fórmula de sus comedias: seres que están fuera de lugar, que procuran sentarse cuando ya han retirado las sillas.
En La Gran Guerra (1959) son dos cobardes que están fuera de lugar en el delirio belicista y huyen de ser soldados (o sea, tentadores del suicidio). En El ejército de Brancaleone (1966) son los harapientos que forman una grotesca cruzada, lumpemproletarios de la fe en un mundo de fanáticos. En Amigos míos (1975) son los cincuentones, fuera del sitio del tiempo, que urden travesuras para mantener la juventud. La gente fuera de lugar fue la gente de Mario Monicelli, quien la inventó con fraterna compasión. “La comedia ha terminado. ¡Aplaudid!”, pidió Augusto antes de fallecer, cuenta Suetonio ( Augusto , 97).