No en vano, la trama de la más famosa y representada de las óperas proviene de la impecable pluma de Victor Hugo. Al margen de la polémica desatada por el Rigoletto verdiano y de las causas judiciales por derechos de autor que se sucedieron sobre el tema, no hay duda de que Le roi s’amuse (El rey se divierte) es el progenitor del libreto de Francesco Maria Piave, pese a las modificaciones obligadas que la férrea censura le impuso.
Al margen de las reacciones que pueda inspirar una música –sospechosamente ligera en ocasiones, pero contrastantemente cargada de calculados efectos, la mayoría desbordados del pathos irreprimible del protagonista–, lo cierto es que Rigoletto alcanza el nivel de una pintura genial de caracteres.
Al propio tiempo, la obra de la trilogía verdiana –que comparte rango histórico con la ensoñadora Traviata y la truculenta trama española de Il trovatore– responde a un código estético particular que, por vez primera en el drama lírico, eleva al plano protagónico al antihéroe, por encima de las otras figuras más o menos visibles.
Cuando en el género operístico se piensa en fealdad, se acude a Rigoletto. La deformidad se trueca en una categoría absoluta que suplanta la tradición helénica de la belleza homérica y que hace oscilar al espectador entre la tierna simpatía por el protagonista y la solidaridad hacia los sentimientos de venganza y de reclamo social que de este emergen. Es, pues, la única ópera en la que el personaje principal asciende a dicho plano en virtud de sus deméritos y no de sus virtudes.
Lo que resultaría inconcebible en el drama musical wagneriano –tan inédito como convertir al enano Mime en el eje y protagonista de la trama– resulta admisible en la tragedia verdiana. No sin razón, el maestro de Roncole experimenta –cada vez más cerca del verismo– con personajes cuya extrapolación acarrea la simpatía o la atención del gran público.
Identidad y fealdad del personaje. Cuando Victor Hugo creaba un personaje, ya estaba pensando en su contraparte, a manera de un sórdido eco. El inubicable Quasimodo, admitido tal vez como uno de esos marginalia que los frailes protegen como criaturas de Dios, transita a sus anchas entre las gárgolas de Notre Dame de París, como queriendo imponerse de la diabólica fealdad de estas.
Hugo nos dice: “El contacto con lo deforme ha dotado a lo moderno de algo más grande, más sublime en definitiva, que lo bello antiguo. En cambio, lo que llamamos feo es un detalle de un gran conjunto que no podemos abarcar, y que armoniza no ya con el hombre, sino con la Creación entera. Lo bello sólo tiene un tipo, lo feo tiene mil”.
Lo insólito del personaje principal, al menos en la obra de Verdi, es la propia conciencia de su bufonería. De hecho, el nombre del personaje en el drama de Hugo era Triboulet, apelativo sustituido, en el libreto de Francesco Maria Piave, por el de Rigoletto, derivación del italiano rigolo, que corresponde a cómico.
Rigoletto equivaldría, pues, a comiquillo, carácter que no guarda relación alguna con la misantropía que destila el personaje, y mucho menos con su aguzada conciencia social. Su extravertida fealdad no es excusa sino escudo, mientras que la espada de madera cede ante su punzocortante lengua (“¡Pari siamo' io la lingua, egli ha il pugnale!”). Su joroba se yergue enhiesta en mitad de la espalda; es el medio de ganarse la vida y a la vez el escudo protector ante las amenazas cotidianas.
Rigoletto, el bufón de la corte de Mantua, es heredero de la misantropía y de la profundidad de jorobados célebres en la historia o la literatura: Esopo, Ricardo III, o la suplantación del heroico Lagardere, en la novela del bretón Paul Féval. No obstante, es también el primer héroe contestatario que, voluntariamente al menos, presenta en primer plano un elemento esencial del materialismo histórico: la lucha de clases.
El mensaje tradicional de Rigoletto. En estricto sentido, la obra de Hugo constituye una sátira despiadada de la vida cortesana. Su ubicación tiene sitio en la corte de Francisco I, a quien el creador atribuye un carácter disoluto que no es especialmente reconocido en los libros de historia moderna.
A su pesar, Francisco I pasa a la inmortalidad por haber sido derrotado por Carlos V en la famosa batalla de Pavía, y por haber hecho popular en tal ocasión el célebre apotegma Tout est perdu, fors l’honneur! (Todo se ha perdido, menos el honor).
Como consecuencia de la intervención de la censura véneta –pues la ópera se estrenó en el Teatro de La Fenice, entre canales y góndolas–, la vida cortesana de un monarca que utilizaba como pabellón de caza el Castillo de Chambord, en el bajo Loira, se traslada velis nolis a la reducida ambientación del ducado de Mantova (Mantua), el célebre emplazamiento de la familia Gonzaga, a orillas del Mincio.
En Rigoletto, el monarca es reemplazado por un duque soltero y disoluto, a quien es perfectamente indiferente una mujer u otra (“Questa o quella'”).
Provocador, vacuo e insolente, ese Duca reprime sus sentimientos, salvo el breve interludio de su romanza “Ella mi fu rapita!' Parmi veder le lagrime” (¡Ella me fue raptada!' Me parece ver las lágrimas).
El duque es, pues, un personaje que vive al día, aprovechando los lances amorosos que la casualidad, sus complacientes cortesanos o la vida misma le procuran.
El ángel del buffone. Dentro de la tradicional dinámica de contrastes, la hija del bufón de la corte, la tímida y reservada Gilda, está destinada a cumplir el rol angelical. Como bien expresa Umberto Eco, el personaje –originalmente una niña con ansias de mujer– sufre una transformación radical en cada uno de los actos de la ópera.
En el primer acto, al entonar el Caro nome, reivindica su condición angelical, su ingenuidad celestial, su respeto absoluto hacia su progenitor y el despuntar de la pasión que Gualtier Maldé, un pobre estudiante, ha despertado en su virginal seno.
En el segundo, tras haber sido raptada, entregada servilmente por los cortesanos al Duca y forzada por este, Gilda deviene en mujer que se funde en abrazo con su contrahecho progenitor y que procura a toda costa paliar las incontenibles ansias de vendetta de este. Gilda es sublime en la magnitud del ultraje recibido.
En el tercer acto, la joven centra su actividad en aplacar a su padre y en reprimir la indignación que le causa la conducta de su amado, il Duca. Al final, entra en juego la clásica inmolación que redime a ambos y que se concreta en la muerte voluntaria de la niña para salvar al objeto de su amor.
El hijo de las sombras. Capítulo aparte merece el personaje de Sparafucile, quien sale de las sombras sin que nadie acierte a definir la forma de su aparición. ¿Surge directamente de las profundidades más oscuras y tenebrosas? ¿Trasunta del Averno de Belial, a la manera de un mal espíritu? ¿Es acaso la encarnación del demonio tentador que penetra la conciencia de Rigoletto, o no es más que un simple y solitario espadachín de tercera categoría, que busca trabajo a domicilio?
En todo caso, la luz del día le está vedada a este sicario borgognone, que propina traicioneras estocadas al amparo de la lobreguez de una noche mantovana. Gilda y Sparafucile son el blanco y el negro', el cielo y el infierno.
Rigoletto es una obra maestra, muchas veces adversada por una crítica miope o superficial. Las estadísticas la hacen compartir con La Traviata –su cercana pariente– y la Carmen, de Bizet, los ratings de popularidad y el liderazgo en cuanto a número de ejecuciones.
De tal manera, y al margen de la medición demoscópica de este maravilloso inframundo que sueña con la ópera, la audición de Rigoletto incluye la contemplación de un universo estético insospechado, en el que el deforme jorobado es vencido una vez más por el Destino, bajo la forma de un triste juego de cartas que habrá de repetirse, con escasas variantes, por toda la Eternidad.