La que emergió a la luz la semana pasada parecía una realidad salida de un campo de concentración: en el marco de los años cuarenta, investigadores médicos infectaban a personas con enfermedades venéreas sin su conocimiento para experimentar con sus cuerpos.
Sin embargo, el mismo gobierno que participó en la liberación de millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial, esta vez debió extender las disculpas, pues fueron médicos estadounidenses quienes, hace 62 años, usaron a cientos de ciudadanos guatemaltecos de cobayas.
El oscuro capítulo de la medicina lo descubrió la historiadora médica de la Universidad Wellesley, Susan Reverby, quien, al investigar entre los archivos de la Universidad de Pittsburgh, halló documentos que dibujaban una serie de experimentos repulsivos hechos en privados de libertad, prostitutas, enfermos psiquiátricos y soldados guatemaltecos.
Las pruebas iniciaron en 1946, cuando el médico de renombre internacional John C. Cutler, del Instituto Nacional de la Salud de EE.UU. (PHS, por sus siglas en inglés), viajó a Guatemala con una subvención de la Oficina Sanitaria Panamericana (actualmente Organización Panamericana de la Salud) para profundizar el conocimiento del tratamiento y la prevención de la sífilis, la gonorrea y el chancroide.
Concretamente, Cutler quería probar el uso de la penicilina como profiláctico (medicamento preventivo)y experimentar con las dosis para el tratamiento.
Cutler arrancó sus experimentos con la cooperación de contrapartes guatemaltecas como el jefe de la División de Enfermedades Venéreas de Sanidad Pública, Juan Funes, y los Ministerios de Salud y de Justicia, el Ejército Nacional de la Revolución, y el Hospital Nacional de Salud Mental, según apunta la documentación expuesta por Reverby.
La primera etapa de la experimentación se efectuó en reos de la Penitenciaría Central de Guatemala. En ese entonces, el país centroamericano había legalizado la prostitución y permitía el ingreso de trabajadoras sexuales a las instituciones penales.
Con la idea de echar a andar una “exposición normal” a enfermedades de transmisión sexual, “se les permitió a prostitutas que habían dado positivo en exámenes de sífilis o gonorrea ofrecer sus servicios a presos. La población estadounidense nunca supo que, indirectamente, financió estas pruebas con sus impuestos”, dice Reverby en su artículo.
También se usaron trabajadoras sexuales que no habían estado infectadas. Sin embargo, a ellas, antes de tener la relación sexual, se les colocaba una inoculación de alguna de las enfermedades en el cuello del útero.
A los sujetos se les hacían exámenes serológicos antes y después del encuentro íntimo y a quienes resultaban positivo en las pruebas posteriores, supuestamente se les suministraba penicilina para curarlos.
No obstante, una revisión que el Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE.UU. (HHS por sus siglas en inglés) hizo de los documentos hallados por Reverby, demuestra que en muchos casos no sucedió así.
La experimentación no se limitó a la cárcel, pues los investigadores se toparon con inconvenientes que los condujeron a realizar pruebas en otras poblaciones.
En primer lugar, la consistencia de los exámenes serológicos era débil y daba muchos falsos positivos, lo cual comprometía la confiabilidad de los datos y la necesidad de repetir pruebas de sangre estaba generando molestia por parte de los internos.
“Los reos eran, en su mayoría, poco educados y supersticiosos. La mayoría pensaba que estaban siendo debilitados con las frecuentes tomas de sangre”, documentaron los mismos médicos.
Para profundizar sus estudios serológicos, los investigadores acudieron al Orfanatorio Nacional. A 438 niños entre los 6 y los 16 años, se les hacían exámenes de sangre, mas a ellos no los infectaban. A los pocos que presentaron sífilis congénita se les medicó.
No obstante, a los doctores también se les había complicado el control de las trabajadoras sexuales usadas para contagiar a los reos. En un documento, un investigador explicó que “desafortunadamente, nuestra donadora femenina está abandonando la ‘profesión’ para casarse y ya no estará disponible”.
Por estos y otros problemas, decidieron trasladar los estudios al único hospital psiquiátrico que había en el país. La cooperación se coordinó directamente con la institución, sin consentimiento ni conocimiento de los internados o sus familias. El acceso a los pacientes se negoció a cambio de suministros.
También se donó “una refrigeradora para las pruebas biológicas, un proyector de películas para la recreación de los internos y vasos, platos y tenedores de metal para complementar los suministros inadecuados que había disponibles”, explican los documentos.
Dada la naturaleza del centro, era imposible introducir a prostitutas. Además, los investigadores habían advertido que un alto porcentaje de los sujetos de la cárcel no estaban contrayendo la enfermedad, así que decidieron hacer inoculaciones directas de las enfermedades.
A las mujeres, les raspaban los brazos, la cara o la boca, y posteriormente les insertaban la inoculación. Mientras tanto, en el caso de los varones, las gotas de la emulsión de sífilis se aplicaban directamente al pene durante una o dos horas, luego de haberles raspado piel del prepucio.
Otros mecanismos de infección utilizados a lo largo del estudio fueron la ingesta de tejidos contaminados en agua destilada y la infusión de fluido lumbar con la enfermedad, que posteriormente se reintroducía en las espaldas de los pacientes.
La elaboración de la inoculación de la sífilis resultó compleja para los médicos ya que la bacteria debía retirarse directamente de los chancros (lesiones contagiosas) de personas ya infectadas o de los crecimientos sifilíticos de los testículos de conejos. Los animales se debían traer desde EE.UU. y muchos morían o no desarrollaban una infección lo suficientemente fuerte para que fuera útil.
Además, la muestra de la enfermedad solo aguantaba entre 45 y 90 minutos fuera del cuerpo, por lo que debía aplicarse de inmediato.
A los sujetos del hospital psiquiátrico les ofrecían cigarrillos a cambio de los exámenes: “un paquete completo por una inoculación; una toma de sangre o una punción lumbar y un solo cigarrillo por una ‘observación clínica’”, explica Reverby.
También fueron sometidos al estudio soldados del Ejército Nacional de la Revolución.
No se sabe a ciencia cierta qué creían los sujetos que les estaban haciendo pero, con base en los documentos hallados por Reverby, el HHS concluyó que “aunque funcionarios de las instituciones tenían conocimiento del estudio, a los sujetos no se les informó del propósito de este, ni tampoco dieron su consentimiento”.
En el mismo informe, la HHS aclara que la cifra de 696 individuos que ha circulado en medios internacionales se refiere únicamente a los que participaron en el estudio de sífilis.
En la investigación acerca de la gonorrea, estuvieron involucradas 772 personas y en la de la chancroide, fueron 142 los pacientes expuestos a infección. Algunos formaron parte de más de uno de los experimentos, por lo que se desconoce el número exacto de personas sometidas a las inoculaciones.
En el transcurso de la observación, se registró la muerte de 71 individuos. Lo que no se indica es la relación entre el deceso y la participación en el experimento.
Correspondencia hallada en los archivos revela que profesores de las prestigiosas universidades John Hopkins y Duke sabían de estas pruebas e incluso intentaron planificar visitas a Guatemala para meter mano en los hallazgos.
También inquietó a Reverby el que los doctores parecían tener conocimiento de lo censurables que podrían ser sus prácticas en caso de llegar al ojo público. En su artículo, la autora cita al médico R.C. Arnold, supervisor de Cutler en la PHS, quien titubeó ante el uso de enfermos psiquiátricos.
“Estoy un poco, incluso más que un poco, receloso del experimento con las personas dementes. Ellos no pueden dar su consentimiento y no saben lo que está pasando y si una organización santulona se enterara del trabajo, levantaría mucho humo”, le confesó Arnold a Cutler en una carta. Otra misiva que halló Reverby se la envió a Cutler el especialista en malaria Robert Coatney, quien había hecho investigaciones en cárceles estadounidenses y visitó el proyecto de Guatemala en 1947.
Al reportarse con Cutler después de haber regresado a los EE.UU., (Coatney) explicó que había puesto al día al cirujano general Thomas Parran y que “con un guiño pícaro, le respondió: ‘Sabes, no podríamos hacer este tipo de experimento aquí’”.
John F. Mahoney, el famoso investigador de la PHS –quien fue el primero en demostrar el poder de la penicilina sobre la sífilis en 1943–, también se sentía incómodo con los experimentos y le advirtió a Cutler que abundaban los chismes en los altos círculos acerca de las prácticas que se efectuaban en Guatemala.
Eventualmente, los supervisores de Cutler reconocieron que era imperativo interrumpir los ensayos y en 1948, el equipo abandonó Guatemala sin jamás publicar sus hallazgos.
El descubrimiento de los brutales estudios clínicos no iba a llegar a la luz pública sino hasta enero del 2011, cuando Reverby tenía previsto publicar su artículo, según dijo ella al periódico guatemalteco
Reverby también indicó a
Al trascender públicamente el escándalo, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, y la de Salud, Kathleen Sebelius, se disculparon por “esta investigación claramente falta de ética” y “condenable”. El presidente Barack Obama también llamó a su colega chapín Alvaro Colom para disculparse por lo sucedido.
Al cierre de esta edición, Guatemala ya había formado una comisión para investigar el caso y Colom había pedido los documentos al gobierno norteamericano. Por otro lado, la Procuraduría de Derechos Humanos de Guatemala llamó a las personas contagiadas que aún viven a iniciar gestiones legales para obtener indemnizaciones.