Ni los libros que jamás leeré, ni las piezas que jamás escucharé, ni las mujeres que jamás amaré. Lo que más me aflige de la muerte, es las disculpas que nunca tendré ocasión de ofrecer.
¡Quién me tiene de tonto, asumiendo que tal es, también, la actitud del gran deportista! CR7 se ha hecho expulsar por novena vez en su carrera. Zidane lo fue en doce ocasiones. Luego viene una larga lista de rufianes de los que prefiero no hablar. Sigo esperando de ellos el gesto de los gestos, ese que los convertiría en algo más que buenos pateadores de bola: pedir disculpas. No tienen que auto flagelarse públicamente al son del Miserere. Tan simple como pedir disculpas. Quien pasa por el mundo sin ofrecer una disculpa -cuando tal cosa procede, que de lo contrario sería una forma de narcisismo-, se pierde de una de las más bellas experiencias del vivir.
Pero estos señoritingos, residentes de la pasarela futbolística, no piden disculpas. Se limitan a postear una frasecilla genérica, una fórmula “ready to use” en su web. “Disculpas” redactadas por un enjambre de asesores de imagen. La forma sin el sentimiento hondo que debería sustentarlo. Cuestión de protocolo, un mero trámite gestionado por los “altos mandos” de sus vidas, esas vidas que no son suyas: alguien se las vive.
Todo -el corte de pelo, la novia de turno o una disculpa- es manufacturado, ensamblado y mercadeado según criterios estrictamente mediáticos. El “producto” CR7 debe seguir vigente en el farandulero tenderete del futbol mundial. Después del bofetón -el “sabor del mes”-, el comité asesor sube a los escaparates cibernéticos del planeta una tiesa e insincera “disculpa” oficial, tan artificiosa y resobada como las cejas pinceladas, la cuadrícula cartesiana del abdomen, o el último tatuaje.
Se llamaba Dirceu. Alma del Brasil de 1978, y del Atlético de Madrid. Una zurda soñada por Da Vinci. Jugó en 3 continentes durante un cuarto de siglo, y se retiró a los 42 años. Murió el 15 de setiembre de 1995, días después de abandonar el futbol. Jamás vio una cartulina amarilla, y nunca fue expulsado. ¡Cómo te echo de menos, amigo! Érase una vez un deporte llamado futbol: una justa de caballeros, no de vedettes, niños mimados y pachucos con licencia para escupir, morder y degollar a sus rivales.