Dice un refrán popular que los “costarricenses nos olvidamos en tres días” de los grandes acontecimientos de nuestra vida política y social. Quizás eso sea cierto para algunos hechos, pero hay causas que el pueblo costarricense nunca olvida. Entre esas causas, las luchas a favor de la paz y el desarme guardan un sitial privilegiado en el cofre de nuestros ideales. Pero esas luchas no solo llenan los anaqueles de nuestra historia, o los estantes de las bibliotecas, sino que también son tinta fresca en las páginas que como sociedad estamos escribiendo. Con la aprobación en la Organización de Naciones Unidas del Tratado sobre el Comercio de Armas (ATT), Costa Rica ha brillado una vez más. Una vez más, convencimos al mundo entero de que el diálogo y la diplomacia hacen milagros. Una vez más, demostramos que el poder de convencimiento de las naciones no se mide por el tamaño de sus Ejércitos, sino por la fuerza de su autoridad moral.
Han pasado 16 años desde aquel día en que firmé el Código de Conducta para el Comercio de Armas junto a Ellie Wiesel, Betty Williams, el Dalái Lama, José Ramos-Horta, y representantes de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, de Amnistía Internacional y del American Friends Service Committee, esperanzados de que algún día sería adoptado por la comunidad internacional.
Esa, como lo he dicho muchas veces, fue una quijotada. Pero al igual que en el Quijote, muchos fueron los que se acercaron y apoyaron mi causa. Junto a admirables colegas, organizaciones no gubernamentales, académicos y ciudadanos de todo el mundo, impulsamos la aprobación de este código de conducta hasta convertirlo en un tratado internacional, es decir, en un instrumento coercitivo y en algo más que unas reglas de conducta a seguir.
No fue una lucha fácil, pues tuvimos que enfrentarnos a poderosos intereses políticos y económicos, tan grandes como molinos de viento. Pero trabajamos siempre convencidos, al igual que Cervantes, de que “la paz es el mayor bien al que un ser humano puede aspirar en esta Tierra”.
Desafortunadamente, los procedimientos internacionales para aprobar un tratado en el seno de las Naciones Unidas son lentos y toman décadas, además de que existe una serie de mecanismos para que un solo país pueda bloquear su aprobación.
Esto siempre ha contrastado con lo fácil que es hacer una guerra. Reconozco que no creía poder atestiguar este día con mis propios ojos, pero la vida me ha regalado esta oportunidad y la diplomacia ha ganado una vez más.
La rapidez con que se aprobó el Tratado, pero sobre todo el apoyo abrumador de la comunidad internacional (154 países) a esta iniciativa, demuestran no sólo que el ATT era una idea poderosa, sino también urgente.
Desde el final de la Guerra Fría, ante la ausencia de estándares internacionales efectivos, las armas circularon libremente hasta llegar a los barrios pobres y marginados, a las calles, a los parques, a las casas de ricos y de clase media, a los centros educativos, a regiones en guerra y a las trincheras de terroristas.
La lucha por el desarme, y en especial el impulso del ATT, fueron ejes centrales de mi política exterior durante mi segundo gobierno. En reuniones de presidentes, ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en conferencias e intervenciones en universidades y parlamentos, insistí en que el comercio de armas y el impresionante gasto militar representan una perversión de las prioridades mundiales.
Insistí en que las armas exacerban y prolongan las guerras, los crímenes y la violencia étnica; desestabilizan democracias; inflan los presupuestos militares, a costa de los sistemas de salud, de la educación básica y de la infraestructura. Si estos temas no me llegaron a cansar, o no me deprimieron a lo largo de los años, fue gracias a la fe obstinada de que hablar sobre ellos siempre motivaría, al menos, a una persona a actuar.
El ATT que hoy aprobó la ONU, sus artículos, sus palabras, sus letras, son el resultado del aporte de personas de diferentes regiones del mundo, de experiencias sumamente dolorosas, de las historias de hombres y mujeres que solo conocen la guerra, y de otros que ahora conocen la paz.
No quisiera dejar de reconocer el aporte originario de Costa Rica. Fue en esta pequeña nación donde nació esta idea, y de donde se impulsó sin descanso. Especialmente, quiero agradecer a la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano por soñar con este Tratado, pero sobre todo, por ayudar a hacerlo realidad. Quiero agradecer también a todos los costarricenses que, de una u otra manera, estuvieron involucrados en su aprobación.
Creo que el ATT es el mayor aporte que Costa Rica haya hecho a la humanidad, y esa alegría no me cabe en el pecho. Quiero terminar con las palabras que pronuncié el 24 de setiembre de 2009 ante el Consejo de Seguridad: “Hace veinte años visité las Naciones Unidas durante mi primer mandato presidencial. En aquellos días hablábamos de un mundo sin cabezas nucleares, un mundo en donde controlaríamos por fin el armamento que alimenta las guerras entre hermanos. Vuelvo hoy, como un Rip Van Winkle de la era moderna, a comprobar que todo ha cambiado, menos eso. La paz sigue estando siempre un paso más allá. Las armas nucleares y convencionales siguen existiendo a pesar de las promesas. De nosotros depende que en veinte años no nos despertemos a los mismos terrores que hoy sufrimos. No ignoro que aquí están representados los mayores vendedores de armas en el mundo. Pero hoy no le hablo a los fabricantes de armamento, sino a los líderes de la humanidad, a quienes tienen la responsabilidad de poner los principios por sobre las utilidades, y hacer posible la promesa de un futuro en donde, finalmente, podamos dormir tranquilos”.