El mes de diciembre nunca llega solo. Trae siempre una serie de cambios que afectan nuestras vidas. Cambia el tiempo, se alejan las lluvias, que tanto daño han hecho este año, y llega el frío en estas tardes luminosas, enmarcadas en bellos celajes, y unas noches en las cuales el frío parece venir del cielo tachonado de estrellas. Cambian también algunos sentimientos egoístas y estériles.
Crece, como una planta sembrada hace mucho tiempo, pero que no es sino ahora que brota inesperadamente de la tierra, el espíritu solidario, y las campañas de ayuda a los hospitales, a los más pobres o a quienes han perdido todo en las inundaciones, tienen más éxito. Bajan el odio y el rencor y aumentan la caridad y el amor.
Recuerdos. Es también diciembre un mes en el cual se despiertan los recuerdos. Se recuerdan los momentos felices de otros años, sobre todo los de la infancia, otros lejanos diciembres llenos de luz y alegría.
Un recuerdo que siempre me llega este mes, es el momento en que, lleno de fe y de ilusión, hice la primera comunión. Recuerdo la confesión de mis pequeños, inocentes pecados, con el padre Valenciano en la iglesia de la Merced, quien me advirtió que no debería cometer la menor falta antes de que mi alma blanca y pura recibiera la comunión. Así que regresé a mi casa con las manos juntas, rezando por la calle 12, llena de prostitutas. No comprendía bien cuál era su oficio y cómo lo llevaban a cabo, y lo único que sabía era que eran “malas mujeres,” así que traté de no verlas ni de reojo. Pero era “el día de la reventadera” y, al pasar por una casa, un niño, como de mi edad, me tiró un cachiflín que explotó bajo mis pies. Furioso, me abalancé sobre él y le di un pescozón antes de darme cuenta de que estaba cometiendo un pecado. Así que tuve que regresar a la iglesia a confesarme de nuevo; me dieron la absolución y me devolví por otra vía.
Después' la vida me llevó por otro camino, en el cual fui dejando jirones de mi fe hasta que no quedó nada, si acaso un leve polvo que se llevó el viento. Curiosamente, lo que influyó más en este cambio fue el triste semestre que pasé con sacerdotes jesuitas en la Universidad Loyola de Los Ángeles. Casi todo fue negativo, desde el despertar obligatorio a las 5 de la mañana para asistir a la misa, la hipocresía de los alumnos, la inclinación homosexual del padre encargado de los dormitorios con su pequeño grupo de estudiantes complacientes, a quienes les permitía lo que negaba a todos los demás. Yo tenía la impresión de que prácticamente todo el pueblo estadounidense admiraba al presidente Franklin Delano Roosevelt, pero, para mi sorpresa, su muerte fue celebrada con gran alegría por todos los sacerdotes, que lo consideraban comunista y ateo.
Más allá de la religión. Este pasado y este presente me llevan a pensar que el espíritu de Navidad va más allá de cualquier sentimiento religioso. Tengo muchos amigos –muy queridos, por cierto– que no son católicos, ni siquiera cristianos, algunos son judíos, otros budistas y de otras religiones y, lo más, ateos, pero todos, sin embargo, celebran la Navidad como una época, un momento, de hermandad y de cariño.
Debemos tratar, todos, religiosos o no, de lograr que este sentimiento de hermandad y de cariño no sea solo de este mes, de tanto frío pero de tanto calor humano, sino que se convierta en el sentimiento que nos acompañe todos los días del año.