Salvo algunas excepciones, el cerebro humano es el objeto más complicado del universo. Como es evidente, las excepciones son los otros. La prueba de que los demás son tontos es que siempre les cuesta percibir nuestra inteligencia.
Claro está, algunos personajes están por encima de las dudas. Son como los primeros de la clase durante toda la historia de la filosofía; si los condecorasen los siglos, acabarían exhibiendo más medallas que un mariscal soviético.
Así ocurrió con el celebérrimo Aristóteles. Sus obras denotan una inteligencia admirable, aunque –a decir verdad– no parece haber gran mérito en él porque la calificación de “ genio” también habría recaído sobre cualquier persona normal que hubiera escrito sus obras.
Uno de los libros del Estagirita es la Poética . No se sabe cuándo la escribió, aunque es posible que haya sido durante el tiempo que invirtió como preceptor de Alejandro el Grande. Entre macedonios (o sea, provincianos) se entendían.
Alejandro le salió muy aplicado y, cuando conoció mundo –conquistándolo–, fue más humano que Aristóteles, para quien –según una boutade de Bertrand Russell– la esclavitud era justa si los amos eran griegos y los esclavos eran bárbaros, pero para quien el caso opuesto era contrario a la naturaleza.
La Poética está irisada de sabiduría. El libro IV enseña que el imitar es innato en el ser humano y que aprendemos de niños por mímesis (imitación). Muchos siglos más tarde, sostiene igual tesis el etólogo austríaco Irenäus Eibl-Eibesfeldt, quien tiene uno de esos nombres tales que uno no sabe si los ha escrito bien ni si ya han terminado.
En El hombre preprogramado (II, 5), Eibl afirma que la imitación es innata y, a veces, una forma de ridiculizar a otros: de obligarlos a ser como los demás o, si no, a pagar por ello pues –como en el teatro– en la vida cobran por la diferencia.
“El gordo y el tartamudo son objetos de burla en las escuelas”, añade Eibl; mas el gordo puede llegar a ser sabio, como Tomás de Aquino, y el tartamudo puede tornarse rey, como Jorge VI del Reino Unido.
En la noche del viernes 24 de mayo de 1940, Jorge VI se dirigió por radio a los británicos para animarlos a soportar la guerra que empezaba. “Muchos comentaron bien su alocución, sobre todo porque el rey no tartamudeó”, recuerda el historiador John Lukacs en su libro Churchill solo frente a Hitler (III).
Jorge VI fue tartamudo hasta el día de su muerte, pero tuvo la cortesía y el coraje dar el ejemplo de hacer lo imposible para él cuando todo parecía imposible para los otros. “Nuestra sociedad obtiene ventajas de los individuos ‘raros’”, concluye Irenäus con cierta elegancia.