Se citaron a las dos de la tarde de un jueves de enero en la casona de los abuelos, en Santa Ana, para sorprender a los viejitos, Romilio y Josefa, pues ambos cumplían 95 años.
Algunos pensaron que era mejor hacer la fiesta familiar el fin de semana, pero cayeron en la cuenta de que reunirlos a todos un viernes, sábado o domingo era tan imposible como arrear gatos por la avenida central.
Y comenzaron a llegar desde diferentes partes del país. Los abuelos sembraron las semillas en la capital, pero la vida llevó a la descendencia para todos lados, incluidos Guatuso y Puriscal.
Unos 40 minutos después aquello era de locos. Los sorprendidos anfitriones soltaban lágrimas de alegría al ver que todos estaban juntos después de tantos años de querer ver reunida a por lo menos la mitad de la prole.
La invasión fue concretada por no menos de 100 descendientes de Romilio y Josefa, desde el mayor, Jesús Romilio, con siete décadas encima, hasta la pequeñita Katlin Minerva, de solo un añito.
Entre ellos había dos médicos, un ingeniero, cuatro abogados, cinco profesoras (dos ya pensionadas), un diseñador gráfico, dos operadores de call center , una enfermera, tres comerciantes, un capataz de finca, una periodista, un constructor y por lo menos 25 estudiantes.
Todos llegaban directo a saludar a los viejitos, a quienes Sora, la hija solterona que nunca se fue de la casa, había arreglado de antemano a sabiendas de lo que se venía.
–¿Cómo está, papá? ¿Cómo está, mamá?
–¡Viejitos lindos, mis tesoros...!
–¿Pura vida, abuelos?
–¿Qué, abuelos, tuanis ?
–¿Qué me tacuen , abues ...?
Cada uno llevaba algo de comer o beber, de manera que pronto estaba abarrotada la mesona del rancho en el patio de la casa, incrustado en la base de un pequeño cerro con un árbol de guachipelín en la cresta.
Saludos iban y venían a lo largo y ancho del patio, donde reinaba una frondosa veranera de flores lilas, tres almendros, cuatro palos de mango y lirios con flores de variados colores.
Muchos familiares se conocieron ahí. Algunos compartían experiencias de la vida entre trago y trago, con bocas de chicharrón, tasajos de carne de vaca y gallos de picadillo de papaya, arracache, papa y chayote, en tortilla legítima.
Dos horas después, Sofía, una de las hijas mayores de Romilio y Josefa, golpeó insistentemente una botella de cacique con la cuchara de servir los picadillos y propuso: “¡Chiquillos, reunámonos todos aquí, en el rancho, para conversar un poco, para hablar con los abuelos y conocernos, porque yo a muchos no los había visto...”.
Y se hizo un círculo de parientes, los menores sentados en el piso, mientras Sofía los instaba a hablar y, si así lo querían, preguntar cosas a los viejitos, lúcidos, con oídos agudos y ansiosos de compartir.
El hielo lo rompió Natalia, estudiante de Filología:
–Abuelos, ¿cómo se conocieron ustedes?
Hubo una pausa con total silencio. Los abuelos se volvieron a ver sonrientes, y Romilio, como de costumbre, se aprestó a hablar primero, luego de carraspear un poco:
– Bueno, en aquel tiempo yo vivía en San José, por donde es ahora barrio La Cruz...
“Era alrededor de 1938, cuando gobernaba León Cortés Castro. Muchachos y muchachas acostumbraban asistir a misa los domingos, disfrutar de la retreta y después dar vueltas y vueltas en el Parque Central, ellos en sentido contrario a las mujeres.
“Era una tradición de décadas y ahí se daban los cruces de miradas y, después de algún tiempo, la consulta del varón a la mujer, a veces por medio de un recadero, acerca de si podía ir a la casa a hablar con los papás para visitarla como novio.
“De darse un sí, seguía la nerviosa llegada del pretendiente a la vivienda, primero no más allá de la puerta, para hablar con el padre de la joven. Si su pedido era aceptado, la pareja podía permanecer en la sala un tiempo, siempre con vigilancia de un familiar cercano y de autoridad.
“Y, si pasado algún tiempo, el joven se ganaba la confianza de los suegros, los novios podían salir de vez en cuando, siempre con chaperona, alguien encargado de cuidar de la muchacha y vigilar la conducta del novio.
“Regularmente, hacía las veces de chaperona una hermana mayor o una tía de la joven, y un reporte negativo suyo era suficiente para que el pretendiente perdiera su derecho a la visita que, por lo demás, tenía días y horas fijos.
–Mae, ¡qué atraso!
–Sí mae, yo no sé siquiera si mi cabra tiene papás... Nunca hablamos de nosotros, mucho menos de la familia...
De acuerdo con datos del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), alrededor del 25% de la población femenina de Costa Rica inicia su vida sexual entre los 13 y los 17 años.
El mismo estudio indica que entre 270 madres adolescentes, un 50% no conocía las implicaciones de la relaciones sexuales.
–¡Shshshshshshshshshshshshshshsh... Chiquillos, respeten. Abuelo está hablando. Si quieren, le hacen preguntas a él!
–Abuelo, ¿todos se comportaban así como ustedes?
–Bueno, hijo, por lo menos una gran mayoría. Siempre había y habrá gente que rompa las reglas. También algunas chaperonas alcahuetas. Pero los descarriados eran pocos. La gente respetaba. Es que ahora yo no sé...
“Siempre hubo picaflores y zánganos, pero las condiciones de vida y las normas sociales de principios del siglo 20 hacían difícil el distinguirse por la irresponsabilidad sin inmutarse.
“El mundo nuestro, a comienzos del siglo pasado, era estrecho, pequeñito, y la censura social, inmediata y despiadada.
“Y, si no, que lo diga doña Beatriz Zamora López, quien fuera, después de algunos pecados sociales, esposa del tres veces presidente don Ricardo Jiménez Oreamuno. Ella soportó ofensas, burlas y demás por apartarse de las normas en su juventud, con su hermana Vicenta.
“También en ese acontecer de costumbres rígidas había campo para los charlatanes, fiesteros y enamorados de ocasión, quienes no se perdían evento social.
Gonzalo Chacón Trejos, en su libro ‘Tradiciones costarricenses’, da cuenta de un grupo de jóvenes josefinos en 1910, a quienes ‘siempre se veía allí donde hubiera fiesta, jolgorio y alegría’.
Pero esa ‘dorada juventud empleaba su fogocidad no solo en bailar y divertirse, sino que también, con ahínco y ambición, estudiaba y se preparaba para más adelante sobresalir y brillar en la sociedad’, destaca Chacón Trejos.
– Abuela Josefa, usted tiene más de 70 años de casada con abuelo. ¿Nunca le dieron ganas de salir corriendo?
– ¡Ay, hija, claro que sí! Y más de una vez. Cuando no era una cosa, era la otra, pero tenía muy claro, siempre tenía muy claro, que uno se casaba para siempre, con la bendición de Dios...
– ¡N’hombre, yo hubiera salido soplada, mae!
–Claro, mae, por eso no me dura ningún novio. La verdad, mae, prefiero un amigo que me calme...
–Abuelo, al chile , usted ¿nunca pensó en jalar ?
–Pues sí, la verdad es que sí, más cuando Josefa se ponía chichosa. Pero uno sabía muy bien, porque los padres se lo repetían una y otra vez, que el buey vale por el cacho y el hombre por la palabra.
En su libro ‘Mujeres, género e historia’, Eugenia Rodríguez Sáenz detalla que entre 1890 y 1950 se registraron en el país 1.239 demandas de divorcio, la mayoría civiles.
Hoy, según datos del Registro Civil, se da en Costa Rica un promedio de 31 divorcios diarios. Durante el año pasado, por ejemplo, fueron inscritos 24.000 matrimonios contra 11.500 divorcios.
–Tío Manuel, usted es de tiempo después. ¿Le pasó lo mismo que a mi abuelo?
–Bueno, yo creo que a mí me fue peor. Mis suegros no me querían y tuve que robarme a Flora.
–¿ Al chile , tío?
–Sí, sí. Yo le dejaba cartas en el hueco de un tronco en el potrero y ella me dejaba la contestación ahí mismo. Nos pusimos de acuerdo y una noche me la robé.
La risa colectiva invadió el rancho.
–Pero, tío, el suegro ¿no lo siguió?
–Claro, pero lo engañamos. Yo le tenía miedo porque siempre andaba monteando con un rifle 20-20. Caminamos un poco por el trillo hacia donde Flora tenía parientes, en Puriscal, y después nos metimos por un cañal y retomamos el camino en sentido contrario. Fuimos a parar a Atenas.
El sol casi se escondía de Santa Ana para abajo.
–Yo creo que todo se ha echado a perder por el condenado baile–, expresó Sofía.
–¿Por qué, tía? La humanidad ha celebrado bailes desde siempre. La que se echa a perder es la gente...
–San Pablo dijo: “Aléjense de las tentaciones”.
Ya, en 1822, según narra Gonzalo Chacón Trejos en ‘Tradiciones costarricenses’, fray Francisco Quintana interpuso un crucifijo de un metro de alto entre parejas que bailaban agarradas en la casa de don Tranquilino de Bonilla, en Cartago.
Rojo como un tomate, el religioso gritó: ‘¡Los sueltos irán al cielo; los agarrados al infierno!’.
Y quienes hoy hacen el amor por webcam , ¿adónde irán?
Escenario y personajes ficticios.