Ahora ya todo el mundo sabe la forma en la que Mitt Romney, al hablar a donantes en Boca Ratón (Florida), se lavó las manos por casi la mitad del país –el 47% que no paga impuesto sobre la renta– al declarar: “Mi trabajo es no preocuparme por esa gente. Nunca los voy a convencer de que deben hacerse responsables en lo personal y de velar por sus vidas”.
Ahora, también, muchas personas tienen conocimiento de que el grueso de ese 47% difícilmente está constituido por gorrones o vividores; la mayoría son familias obreras que pagan impuestos sobre las planillas, mientras que estadounidenses ancianos o con discapacidad constituyen la mayoría del resto.
Esta es la gran pregunta: ¿Podemos imaginar que Romney y su partido pensarían mejor del 47% al enterarse de que la gran mayoría de ellos en realidad son o eran trabajadores esforzados, que en la mayor medida se han hecho personalmente responsables por sus vidas?
La respuesta es no porque el hecho es que el moderno Partido Republicano sencillamente no tiene mucho respeto por la gente que trabaja para otra gente, no importa la forma tan fiel y eficiente en la que cumplan sus tareas.
Todo el afecto del partido está reservado para los “creadores de empleo”, conocidos también como los patronos e inversionistas. Hasta a los principales dirigentes del partido se les hace difícil hacer creer que tienen alguna consideración por las familias trabajadoras ordinarias que –no es necesario decirlo– constituyen la vasta mayoría de los estadounidenses.
¿Estoy exagerando? Basta con pensar el mensaje que envió por Twitter el republicano líder de mayoría en la Cámara, Eric Cantor, el Día del Trabajo, un feriado que celebra específicamente a los trabajadores de los Estados Unidos.
Este es el contenido total del mensaje: “Hoy celebramos a aquellos que han corrido riesgos, se han esforzado, han construido una empresa y se han ganado su propio éxito”. Sí, en un día especial para rendir honor a los trabajadores, de lo único que Cantor pudo convencerse fue de rendir pleitesía a los patronos.
Para que usted no vaya a pensar que este fue solamente un desliz personal, pensemos en el discurso de aceptación de Romney en la convención nacional del Partido Republicano. ¿Qué dijo respecto a los trabajadores estadounidenses? En verdad, nada. Las palabras “trabajador” o “trabajadores” nunca salieron de sus labios.
Eso contrastó marcadamente con el discurso del presidente Obama en la convención demócrata una semana después, en el cual puso mucho énfasis en los trabajadores –en especial, por supuesto, pero no solamente, en los obreros que se beneficiaron con el rescate de la industria automotriz–.
Cuando Romney se deshizo en elogios con respecto a las oportunidades que Estados Unidos ofrecía a los inmigrantes, declaró que ellos vinieron en pos de la “libertad para formar una empresa”. ¿Qué hay de aquellos que vinieron no para fundar empresas, sino sencillamente para ganarse la vida honradamente? No vale la pena mencionarlo.
Innecesario es decir que el desdén del Partido Republicano por los trabajadores va mucho más profundamente que la retórica. Está firmemente arraigado en las prioridades de políticas del partido.
Los comentarios de Romney se orientaron a una creencia muy difundida en la derecha de que los impuestos sobre los trabajadores estadounidenses son, en todo caso, demasiado bajos. En verdad, The Wall Street Journal divinamente llamó “suerteros” a los trabajadores de bajos ingresos cuyos salarios caen por debajo del umbral de impuesto sobre la renta.
Lo que realmente necesita recortes –cree la derecha– son los impuestos a las ganancias corporativas, las ganancias de capital, los dividendos y los salarios muy altos; es decir, los impuestos que recaen sobre los inversionistas y los ejecutivos, no sobre los trabajadores ordinarios: esto, pese al hecho de que la gente que deriva sus ingresos de las inversiones, no de los salarios –gente como, digamos, Willard Mitt Romney–, ya pagan extraordinariamente poco en impuestos.
¿De dónde viene ese desprecio por los trabajadores? Esto, en parte, obviamente refleja la influencia del dinero en la política: los donantes de grandes cantidades de dinero –como a los que Romney se dirigía cuando se pasó como arco de violín a la mitad de la nación– no viven de día de pago a día de pago; pero también refleja el grado al que el Partido Republicano ha sido tomado por una visión de sociedad al estilo de la de Ayn Rand, en la que un puñado de heroicos empresarios es responsable de todo el bien económico, mientras que el resto de nosotros somos solo andamos de paseo.
A los ojos de aquellos que comparten aquella visión, los ricos merecen un trato especial, y no solo en la forma de impuestos bajos. También deben recibir respeto de los demás –en realidad, deferencia– en todo momento.
Este es el motivo por el que, a la más leve insinuación por parte del presidente de que los ricos puede que no sean tal cosa –como, digamos, que algunos banqueros puede que se hayan portado mal o que hasta los “creadores de empleo” dependen de infraestructura construida por el gobierno–, produce estentóreos gritos de que Obama es un socialista.
Ahora bien, esos sentimientos no son nuevos. Después de todo, Atlas Shrugged (La rebelión de Atlas) se publicó en 1957. En el pasado, sin embargo, hasta los políticos republicanos que en privado compartían el desdén de la elite por las masas, eran lo suficientemente cautos para no divulgarlo; lograban así algún aprecio fingido por los trabajadores ordinarios.
En este momento, sin embargo, el desdén del partido por la clase trabajadora es aparentemente demasiado completo, demasiado dominante como para ocultarlo.
El asunto es que lo que ahora la gente llama el “Momento de Boca (Ratón)” no fue una trivial metida de patas. Fue una ventana hacia las verdaderas actitudes de lo que se ha convertido en un partido de los ricos, por los ricos y para los ricos, un partido que nos considera a los demás indignos de siquiera un disimulo de respeto.
Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.