En los últimos años, el concepto de populismo ha sido empleado para referirse a un conjunto de experiencias políticas diversas, pertenecientes a contextos históricos muy diferentes e identificadas con corrientes políticas e ideológicas que van de la izquierda a la extrema derecha.
De hecho, algunos autores –de un modo especial Ernesto Laclau– destacan el carácter ambiguo y vago del populismo y enfatizan que no puede ser atribuido a un fenómeno históricamente delimitable.
Para un historiador, un planteamiento de este tipo presenta el problema fundamental de que, desde un inicio, renuncia a considerar la especificidad histórica del objeto de estudio: por qué ese no sé qué, denominado populismo, surgió en un espacio geográfico y en un período histórico determinados.
Especificidad. A la expansión referida del concepto de populismo ha contribuido significativamente una visión que lo identifica con todo movimiento político cuyo referente fundamental es el pueblo y apela al apoyo de las masas de votantes con base en el compromiso de satisfacer demandas populares de la más diversa índole (de las asociadas con una mejor distribución del ingreso a las que incorporan reivindicaciones étnicas, raciales o nacionalistas).
No obstante, una vez que el punto de observación se desplaza de los aspectos discursivos e ideológicos a los factores institucionales, el populismo puede ser considerado de una manera menos generalizada. Se presenta entonces como lo que esencialmente es un proceso transitorio de reforma gradual de las instituciones, que se desarrolla en sociedades cuya democracia resulta insuficiente para llevar a cabo esa reforma por medios democráticos.
De esta manera, el populismo queda delimitado como un fenómeno específico de ciertas sociedades capitalistas cuya democratización, aunque alcanzó un nivel de desarrollo que bastó para cerrar la vía a una transformación revolucionaria, carecía de los recursos y los fundamentos necesarios para posibilitar reformas institucionales progresivas.
Es en este escenario, donde ni la revolución ni la reforma democrática de las instituciones son posibles, que el populismo encuentra las condiciones más favorables para su ascenso.
Populismo y democracia. Sin duda, el primer aspecto que se debe destacar del populismo es que se trata de un fenómeno originado en la América Latina de la primera mitad del siglo XX, en el marco de los regímenes de Getulio Vargas en Brasil y de Juan Domingo Perón en Argentina.
En ambos casos, el populismo fue precedido por un desarrollo democrático que ciertamente resultó insuficiente para llevar a cabo la reforma institucional de ambas sociedades.
En tales circunstancias, los cambios impulsados por esos regímenes populistas, aunque fueron la base de transformaciones fundamentales en diversos campos, no condujeron, en lo inmediato, a reforzar la democracia, sino a debilitar todavía más sus fundamentos legales e institucionales.
Puesto que el populismo tiene como punto de partida un desarrollo democrático insuficiente, desde un inicio se orienta a abrir o a ampliar los espacios para sectores sociales que hasta entonces han sido excluidos o disponen de opciones muy limitadas para canalizar sus demandas institucionalmente.
Desde esta perspectiva, el populismo efectivamente posibilita la participación popular en la política, aunque decisivamente mediada por su apoyo al régimen y, en particular, a quien lo lidera.
Mediante una retórica que apela por lo general al nacionalismo, a los intereses del pueblo y a los valores tradicionales, los líderes populistas construyen un imaginario colectivo dicotómico, a menudo de fuerte trasfondo religioso, que diferencia a los partidarios del régimen de sus opositores, cuyos recursos institucionales y legales tienden a ser cada vez más reducidos.
Alcances y límites. Dado que el populismo constituye un proceso basado en sobrepasar sistemáticamente a las instituciones democráticas, la institucionalidad que crea, a raíz de su vinculación con la permanencia en el poder del caudillo, no favorece el desarrollo democrático.
Ciertamente, el populismo transforma las sociedades en las que predomina, pero lo logra de una manera parcial y limitada, precisamente porque los procesos reformistas que promueve, en lugar de quedar vinculados con un reforzamiento de la institucionalidad democrática, se asocian con formas de gobierno dominadas por un caudillismo tendencialmente autoritario.
En razón de su carácter transitorio, el populismo, además, enfrenta siempre una doble contradicción: entre más rápida sea la reforma institucional que promueve, más corto será el período de vigencia de los líderes populistas; y, a medida que la reforma de las instituciones modifica los fundamentos de la sociedad, tiende a crecer la insatisfacción de diversos sectores de la población con una política dirigida por caudillos.
Debido a las características indicadas, el populismo es por definición gradualmente reformista, no revolucionario. Por eso, pese a las características autoritarias que pueda asumir, ni rompe definitivamente con la democracia, ni levanta la bandera de la revolución ni se convierte en una dictadura abierta.
Populismo e izquierda. Antes de la caída del Muro de Berlín y la posterior disolución de la Unión Soviética, los comunistas por lo general figuraron entre los adversarios de los regímenes populistas. No sorprende que así fuera porque el populismo planteaba dos desafíos fundamentales a los comunistas: un cambio institucional por vías reformistas no democráticas, que constituía una alternativa a la revolución y formas de organización de los trabajadores que competían con las promovidas por los comunistas.
En la década de 1990, la situación anteriormente descrita empezó a cambiar y comenzaron a darse condiciones para que diversos sectores de izquierda simpatizaran con algunos de los nuevos procesos populistas latinoamericanos, de los cuales los partidos comunistas de la región, ahora huérfanos, podían ser socios menores.
Varios factores favorecieron esa confluencia, especialmente la retórica nacionalista del populismo (no exenta de contenidos antiimperialistas) y, sobre todo, las profundas desigualdades que caracterizan a ciertos países latinoamericanos, en los cuales prácticamente cualquier intento de reforma institucional, que mejore las condiciones de los sectores populares o fomente su participación política, adquiere rápidamente un perfil izquierdista.
No es posible vislumbrar aún cuál será, en el futuro próximo, el costo para esos sectores de izquierda de su identificación con las nuevas experiencias populistas; pero la falta de distanciamiento crítico y el respaldo dado a regímenes liderados por caudillos que procuran perpetuarse en el poder difícilmente pueden contribuir al desarrollo y la credibilidad de una izquierda democrática en América Latina.