Cuarenta y cuatro años pasaron, desde el momento en que se constituyeron los premios Nobel de Literatura, para que América Latina tuviera un lugar en el listado. Fue una mujer, estupenda poeta y gran maestra, llamada Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy, más conocida como Gabriela Mistral, quien en 1945 llenó ese vacío.
Han pasado sesenta y cinco años y seis escritores latinoamericanos han recibido el premio: a Gabriela Mistral le siguen Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Octavio Paz y ahora Mario Vargas Llosa. Más interesante que lo cuantitativo –que podría haber sido mayor, si por ejemplo recordamos a Borges y a Fuentes— es conocer la secuencia de los dictámenes que avalaron a cada uno de estos galardonados, quienes, dato curioso, se han “repartido” equitativamente los géneros por los que más los conoce el público: tres se dedicaron con mayor énfasis a la poesía y los otros tres a la narrativa.
Reconocimientos. Gabriela Mistral fue reconocida por su poesía lírica que, inspirada por poderosas emociones, ha convertido su nombre en un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano. El hecho que –recién pasada la Segunda Guerra Mundial— una mujer fuera considerada símbolo de las “aspiraciones idealistas” de los latinoamericanos fue –posiblemente— un argumento esperanzador para los contemporáneos de la poeta. Hoy día, a la distancia, muchas de esas aspiraciones se han quedado en utopías.
Veinte y dos años después, en 1967 y para honor de los centroamericanos, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias recibe el premio por sus logros literarios vivos, fuertemente arraigados en los rasgos nacionales y las tradiciones de los pueblos indígenas de América Latina. Es un reconocimiento a una identidad mestiza, por la explícita mención a los rasgos “nacionales” y a los pueblos indígenas. La utilización de la conjunción copulativa “y” –si se entiende en su connotación positiva– si bien implicaría una integración de los dos grupos sociales mayoritarios en Guatemala, mestizos e indígenas, ello no ha dado muestras de solución. Sin embargo, este dictamen es un paso adelante en relación con el anterior al evidenciar con claridad realidades en pugna en Guatemala, extensivas a otros países del continente.
Le sigue, en 1971, Pablo Neruda, otro chileno y también poeta. Entre Neruda y su coterránea Mistral media un salto cuantitativo (medio siglo) y cualitativo, según fue el momento histórico vivido por cada uno de ellos. Neruda recibe el premio por una poesía que con la acción de una fuerza elemental da vida al destino y los sueños de un continente. Este dictamen muestra el arraigo de la literatura –en tanto fuerza elemental– con el proceso histórico correspondiente. Las aspiraciones idealistas de Mistral son, en Neruda, destino y sueños de un continente.
Gabriel García Márquez, en1982, hizo vibrar a colombianos y latinoamericanos, al ser premiado por sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real se combinan en un mundo ricamente compuesto de imaginación, lo que refleja la vida y los conflictos de un continente. Este argumento conjuga dos variables: a) un reconocimiento a lo real maravilloso –en otras palabras, el componente mágico de nuestras cultura– tema que con otros matices tiene la obra de Asturias; b) la presencia de la palabra “conflictos”, que acepta el poder denunciante de la literatura en tanto reflejo de la sociedad.
Sobre la obra de Octavio Paz, mexicano, el último galardonado del siglo pasado (1990) el jurado dice lo siguiente por una apasionada escritura con amplios horizontes, caracterizada por la inteligencia sensorial y la integridad humanística. Interesante argumentación que plantea la “pasión” que supone toda escritura que, en su caso específico, está encauzada hacia los valores humanísticos, tan ausentes en el discurso y la práctica política de nuestra región. Es, posiblemente, el escritor de más difícil acceso entre los seis premiados.
El dictamen sobre la obra de Vargas Llosa es el más contundente en cuanto a reconocimiento de la capacidad crítica y denunciante de la ficción, y a su capacidad de reelaborar las realidades injustas y traumáticas de nuestra historia. Es explícito cuando plantea que se otorga por su cartografía de las estructuras del poder y sus incisivas imágenes mordaces de la resistencia individual, la revuelta y la derrota.
Dos tendencias. Llegados a este punto, se perfilan dos tendencias: la mención a “poderosas emociones, aspiraciones idealistas, sueños, emoción, pasión e inteligencia sensorial”, en Mistral, Neruda y Paz, tendencia acorde (¿o contaminada?) con las características que se le ha atribuido tradicionalmente a la lírica. Otra, tendiente a la objetividad, es la que hace mención explícita a grupos sociales en pugna, a conflictos y, con mayor vehemencia, al poder, la revuelta y la derrota, tal y como la plasman los narradores.
Este somero recorrido muestra cómo las distintas etapas de la creación literaria latinoamericana –no solo la de los Nobel— han cabalgando paralelamente a nuestras coyunturas históricas. Todo parece indicar que los escritores lo han hecho muy bien.
Quien mejor lo expresa es Carlos Fuentes. Con la lucidez que lo caracteriza, en un ensayo titulado Valiente mundo nuevo (1994), plantea que mientras los modelos políticos y socioeconómicos se han derrumbado uno tras otro, sólo ha permanecido en pie lo que hemos hecho con mayor seriedad, con mayor libertad y también con mayor alegría: nuestros productos culturales, la novela, el poema, la pintura, la obra cinematográfica, la pieza de teatro, la composición musical, el ensayo, pero también el mueble, la cocina, el amor y la memoria...