Las casualidades son como las ciencias: ayudan a entender la realidad. Es significativamente casual que más de un crítico haya llamado “fotógrafo de contrastes” a Francisco Coto, el artista de la imagen que presenta una retrospectiva de más de 150 fotografías en el Museo Nacional (antiguo Cuartel Bellavista).
“Este es un universo de contrastes”, confirma Alberto Coto, hijo del artista, fotógrafo él mismo y organizador de la exposición de don Francisco, quien se retiró de la fotografía activa hace pocos años a causa de problemas de salud.
“La patria imaginada por el tico del centro empezó a volverse también el país plural de los otros costarricenses gracias a este fotógrafo de contrastes”, reitera el arquitecto Andrés Fernández.
Así pues, las fotografías exhibidas oponen escenas de personas y vistas de la naturaleza; la ciudad y el campo; la arquitectura moderna y la casa de adobe; la intensidad del trabajo y los momentos de ocio; la pose ante la cámara y la foto-sorpresa; los directores del poder político y la gente común; los retratos y los autorretratos; el día y la noche; el mar y la tierra, y la solemnidad de una función de gala y las risas en un patio.
La idea de ofrecer una “exhibición de paralelos” surgió en el mismo proceso de organizarla, revela Alberto Coto, quien debió enfrentarse con más de 80.000 imágenes, muchas de ellas dañadas por el tiempo, y las que un equipo de fotógrafos y estudiantes de la Universidad Véritas restauraron para ofrecerlas hoy.
El resultado de montar una hermosa exposición de contrastes se explica simplemente: la vida es así; el yo de las cosas tiene su otro yo, y quien se mueve en el mundo conoce la luz y su sombra. Manuel Francisco Coto Fernández, si no pretende ser hombre de mundo, sí ha sido hombre en el mundo y le captó sus bajos y sus altos relieves.
Una fotografía muestra a pescadores que faenan ante un estero (Puntarenas, 1959), y cerca de ellos relucen de sol unos “turistas en el mar al atardecer” (Puntarenas, 1977). Otra vista presenta una función de gala en el Teatro Nacional (1960), y más allá nos espera el “interior de una casa de campo con muebles rústicos” (Vara Blanca, 1955). En una foto bulle el pueblo que se baña en Ojo de Agua (Heredia, 1955), y en otra aparecen –alineadas y quietas como en un juego de damas– las novicias de un convento (Cartago, 1961).
Algo que pronto se sospecha y se confirma es precisamente que el artista ha sido un hombre en movimiento: por inquietud vital, por curiosidad infinita, y también por trabajo pues durante muchos años laboró como fotógrafo en diarios nacionales. Donde estaba la noticia estaba Francisco Coto, y viceversa, esperando a que él llegase.
De ese andar entre la gente queda una foto de John Fitzgerald Kennedy (1963), quien parece inaugurar otra vez –con su sola visita– el Teatro Nacional; y otra foto, de unos niños con faroles de la Independencia (San José, 1968), tan anónimos como felices.
Cuando el fotógrafo no iba a los demás, los demás iban a él; y, así, desde 1947, en su estudio de San José, Francisco Coto recibió a todos quienes deseaban ser fotografiados por la urgencia de un trámite o por lograr la fugitiva eternidad de una foto de familia, de intimidad peinada y sonriente.
Una sección de la muestra incluye fotografías enviadas por clientes del tiempo ha. “Las fotos se renovarán porque recibimos muchas”, precisa Alberto Coto.
Las tradiciones se transmiten por oído, pero don Francisco ha dado vista al recuerdo. “Los jóvenes se sorprenden cuando ven lo que fue Costa Rica, y los mayores se emocionan cuando vuelven a mirar su vida”, expresa Alberto. Así, la obra de su padre invita al tiempo a detenerse: a que no corra porque hay tiempo.
Coto no frecuentó la foto artística de estudio, sino la de la calle, la playa y el monte, azarosa por casual: la foto que capta el momento inesperado y huidizo como un beso de juventud fotografiado por la Luna. ¿Qué, si no sorpresa irrepetible, son las monjas (Cartago, 1963) que corren –cual en un surrealismo con paraguas– bajo la lluvia seca de cenizas de un volcán? Tampoco ha de tornar el instante de esos dos enamorados en la “catedral” de un bosque (Alajuela, 1965 ), pero, si vuelve, será para que lo vivan también los nietos que hoy lo ven en el museo.
La exposición
La galería encierra instrumentos de laboratorio y cámaras que don Francisco empleó: desde la primera, de 1942, hasta las complejas máquinas de los años 80. En las vitrinas ronronean en su sueño de años, pero quizá tramen saltar como tigres de metal para convertirnos la vida en instantánea.
“Mi padre no llegó a emplear las cámaras electrónicas, pero mira con interés cómo trabajamos con ellas”, precisa Alberto Coto, quien labora desde hace veinte años como fotógrafo en Nueva York.
¿Cómo podría evaluarse el trabajo de Francisco Coto? El profesor y fotógrafo Giorgio Timms opina: “Su obra trasciende el campo puramente fotográfico pues constituye una pieza de enorme valor en la reconstrucción de un pasado sobre el cual podamos dar solidez a nuestra identidad nacional”.
El arquitecto Andrés Fernández resalta la condición de testimonio del trabajo de Coto: “Es indispensable para la memoria de la arquitectura en la Costa Rica del siglo XX pues cubre casi seis décadas de nuestra historia y un panorama geográfico muy amplio. Coto registró la arquitectura de la República Liberal tardía de los años cuarenta y el devenir arquitectónico de la Segunda República. Además, él se adentró en el quehacer constructivo del país que estaba al margen de la modernización plástica”.
Sussy Vargas, fotógrafa e investigadora, nos dice: “La mirada de Francisco Coto fue atrevida para la época pues experimentó con planos, temas y ángulos. Con sus fotografías deconstruimos la huella de un pasado, y tratamos de reconocernos como pueblo apropiándonos de los acontecimientos, que hoy perduran sólo en la memoria y en los cientos de placas de su inmenso archivo fotográfico”.
¿Qué debería hacerse para conservar el legado del reconocido fotógrafo? Alberto responde que esta es la tarea que se ha fijado la Fundación Francisco Coto, pero aclara que para ello necesita recursos humanos y económicos.
Giorgio Timms reflexiona: “El mantenimiento de una colección exige recursos que exceden a las familias de los fotógrafos. Los acervos artísticos deberían estar bajo la tutela de una institución pública, pero ninguna ha mostrado interés por conservar otras colecciones fotográficas, tal como ocurrió con la obra de Manuel Gómez Miralles”.
En todo caso, quienes bien quieren a Francisco Coto alistan un libro que contendrá un amplio número de sus fotografías. “Se editará este año”, indica Alberto.
Entre tanto, el joven que siempre ha sido Francisco Coto recuerda sus años de historiador visual e intuye la verdad de unos versos del aedo español Antonio Machado:
“El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve” (