Como relata el libro del Génesis, en el Jardín del Edén todo era felicidad. El mundo en la forma que lo conocemos (donde –entre otros– existen el dolor, el frío, el hambre, la enfermedad, el odio y el homicidio) es el resultado del pecado de la primera pareja.
Los gnósticos, una especie de antiguo New Age, consideraron que el fin de la vida es alcanzar la salvación, que consiste en liberar el espíritu (que no pertenece a la realidad de este mundo) del cuerpo (que sí pertenece a esta realidad) y ello se logra mediante el conocimiento (gnosis), que más que información es iluminación, no destinada a llegar a todos.
Ellos piensan que el bien que existe en el ser humano está en el espíritu y que el cuerpo es malo por naturaleza. Esta concepción llevó a algunos gnósticos a castigar su cuerpo de todas las maneras posibles. Pero a otros los llevó a exponerlo a los máximos placeres mundanos, al interpretar que lo que se haga con el cuerpo es indiferente, pues nada modifica la naturaleza del espíritu.
Grigori Efimovich Rasputín, el carismático pseudomonje que tanta influencia ejerció en la Rusia zarista, sostenía que “no hay nada que más alivio espiritual depare, que un sincero arrepentimiento; pero para arrepentirse –sostenía– primero hay que pecar”. Fiel a ello, en las noches frías de invierno en San Petersburgo (la Venecia del norte) o en la misma Siberia, solía visitar los baños sauna, en compañía de una o dos botellas de vino dulce madeira y de una, dos o más féminas –por lo general, jóvenes–. No en vano su ingreso, que era el equivalente al de ochenta empleados de fábrica de entonces, nunca fue suficiente para cubrir el costo de sus fiestas, que se prolongaban hasta las 4 a. m. Véase, Brian Moynahan, Rasputin: the saint who sinned (Raputín: el santo que pecó).
Otra cómoda interpretación del pecado la encontré en la más reciente novela de Umberto Eco (El Cementerio de Praga), donde un supuesto abate llamado Boullan considera que en materia de moral se está ante un juego de suma constante, en el cual lo que unos ganan lo pierden otros.
En efecto, si se supone que la cantidad de pecados con que Satanás puede tentar a la humanidad es fija, como afirma el Boullan de la novela, no deja de tener sentido hacer que pequen más los que más poder de liberarse del pecado (mediante, por ej., exorcismo) tengan.
Como él dice estar seguro de formar parte del grupo privilegiado, considera su deber pecar a diestra y siniestra: “Parece que el abate, la señorita en cuestión y muchas de sus fieles se dedican a encuentros, cómo decirlo, un poco desordenados, en los que abusan el uno del otro”.
Y, como justificación, agrega: “Reparar los pecados '.significa hacerse cargo de ellos. Pecar, y lo más intensamente posible, puede ser un peso místico, pues hay que agotar la carga de iniquidades que el demonio pretende de la humanidad, y liberar de ellas a nuestros hermanos más débiles, incapaces de exorcizar las fuerzas malignas que los han hecho esclavos”.
Su función en la vida es jugar el papel del dulce pegamoscas : atraer a todas las moscas, para luego eficazmente deshacerse de ellas. “El fiel reparador ha de ser como ese papel mosquicida: atraer hacia sí mismo todas las ignominias para ser, después, el crisol purificador”.
Claro que se trata de cómodas interpretaciones. Pero ¿no será, acaso, que todos tratamos, de una forma u otra, de racionalizar el pecado y, ante él, tendemos a hacer parecer virtud algo que definitivamente no lo es?