Perfeccionista como pocos, el director Stanley Kubrick quería que su película Barry Lyndon (1975) se viera exactamente como el autor de la novela original, W. M. Thackeray, la imaginó en el siglo XIX: no como Thackeray la hubiera realmente visto en la Irlanda del siglo XVIII –en el que ambientó su libro–, sino como la imaginó cien años después gracias a la pintura del siglo XVIII. Por tanto, Kubrick recurrió también al arte del siglo XVIII para ejecutar la fotografía y la decoración de su película.
De ese modo, muchos cineastas fundamentan su trabajo de iluminación, sus encuadres y sus colores en un estudio de la pintura de la época que deciden representar.
El ejemplo más citado es precisamente Barry Lyndon pues Kubrick decidió procurarse la iluminación del siglo XVIII con candelas y lámparas de aceite, y debió poner, a la cámara, un lente utilizado por la NASA. Así, en interiores y exteriores, los tonos de los paisajes, los vestidos y las casas remiten a los lienzos de Jean-Antoine Watteau y de Thomas Gainsborough.
En el caso de Los duelistas (1977), el director Ridley Scott procuró un efecto similar al evocar la pintura romántica del siglo XVIII –con ecos de John Constable–, tiempo en el que se ambienta su relato.
Lienzos y visiones. Al mismo tiempo que Kubrick, en Francia, Éric Rohmer emprendió un acercamiento radical a una similar idea. Con menor presupuesto, pero idéntico rigor, en su Marquesa de O (1975) –basada en una novela del alemán Heinrich von Kleist (1777-1811)–, utilizó también luz natural y velas como única fuente de iluminación gracias a los avances técnicos que permitían el empleo de lentes más sensibles.
El resultado es que los interiores no solo parecen “naturales”, de una época pasada, sino que también remiten a la pintura de Georges La Tour. A la vez, Rohmer y su director de fotografía, Néstor Almendros, planificaron los encuadres y los movimientos de los actores según la gestualidad representada en la pintura del francés Jacques-Louis David.
Los óleos de David y Jean-Baptiste Greuze también están “presentes” en la cinta muda Napoleón (1927), de Abel Gance, y en Danton (1983), de Andrzej Wajda.
La pintura guía el trabajo exhaustivo de recreación histórica que se realiza al producir un filme inspirado en hechos pasados. A través de los cuadros de cada época se aprecia cómo eran los vestidos, las comidas, los muebles y la decoración.
La kermesse heroica (1935), de Jacques Feyder, se ambienta en el siglo XVII holandés según fue visto por Frans Snyders y Jan Steen: sus bodegones y retratos se intuyen en “citas” directas e indirectas a lo largo de aquella farsa histórica. Los pescados y las carnes sobre la mesa, los muebles y la ropa que llevan los actores parecen recortados de infinidad de naturalezas muertas y de retratos de grupo del siglo XVII.
El espíritu. Muchos directores han preferido captar el clima espiritual o filosófico de una época, y la visión de mundo de la sociedad que representan, pues ya no se puede verlas ni olerlas como fueron en la realidad. Por ejemplo, John Ford “citaba” con frecuencia en sus filmes las ilustraciones del Oeste salvaje, con las montañas, el polvo y los vaqueros, tal como los estampó el pintor Frederic Remington, gran inspirador de la estética del Western.
Ese enfoque resulta aun más evidente cuando se realizan biografías de pintores. Para recrear su visión de mundo, se ambienta y se ilumina el filme empleando directa o indirectamente obras del artista cuya vida se narra.
Tal es el caso del pintor Henri de Toulouse-Lautrec en Moulin Rouge (1952), del director John Huston, y de La chica del arete de perla (2003), de Peter Webber –que parte de un cuadro de Vermeer para hilar su historia–, y es también el caso de cualquier película sobre la vida de Rembrandt o Van Gogh.
A su vez, el realizador Kenji Mizoguchi tomó una posición sobre la cultura y la filosofía de un periodo histórico cuando inspira sus decorados y vestuarios, y también sus movimientos de cámara, en la pintura japonesa tradicional.
Para darle aire de leyenda a su cuento fantástico de Ugetsu Monogatari (1953), Mizoguchi inició la historia filmando un paisaje como un rollo de pintura en pergamino del siglo X. En Utamaro y sus cinco mujeres (1946), Mizoguchi pintó el mundo con los ojos de Kitagawa Utamaro, artista del siglo XVIII
Mizoguchi fue más allá al ofrecer una crítica contra la postergación de las mujeres, como en La vida de Oharu (1952). En esta cinta abundan los planos con el punto de vista elevado y de tres cuartos –típico del arte japonés cuando brinda escenas situadas en interiores de casas o bajo árboles.
La imaginación mediada por la pintura no es estricta. Ciertas secuencias de Cabaret (1972), de Bob Fosse, remiten a los colores de Max Beckmann y a la exageración de Otto Dix, que se fusionan y se ponen en movimiento. Así, el expresionismo se apodera de cualquier representación de la Alemania de entreguerras.
Por su parte, el impresionismo francés acude a historias ambientadas a finales del siglo XIX en Europa, como en el filme sueco Elvira Madigan (Bo Widerberg, 1967), o apela a la visión romántica de Francia en Un americano en París (1952), de Vincente Minnelli.
Leyendas e imaginaciones. Perceval le Gallois (1978) es un poema épico del siglo XII que narra las aventuras del caballero artúrico Perceval y su búsqueda del Grial. Este personaje suscitó la creación de iconos e ilustraciones en tapices, hoy muy antiguos, que sirvieron a Éric Rohmer. Este director francés convirtió aquellas imágenes en una película de perspectivas aplanadas, colores vibrantes y actuaciones toscas.
Sobre otros iconos trabajaron también Andréi Tarkovsky ( Andréi Rublev , 1966) y Serguéi Paradjanov (en la colorida y estática Sayat Nova , 1968). Pusieron tales iconos en movimiento con visiones personalísimas del cine.
Las innovaciones ofrecidas por el experimento de Perceval , muestran cómo la Edad Media en el cine es un buen ejemplo de la leyenda que desplaza al realismo.
Lancelot du Lac (Robert Bresson, 1974) y Excalibur (John Boorman, 1981) nos ponen frente a la fantasía de los prerrafaelistas ingleses, como Rossetti y Millais. Mediante composiciones complejas, simbolismo y colores vibrantes, Bresson y Boorman reimaginaron los siglos previos al Renacimiento.
Hasta fantasías medievalistas, como la trilogía de El señor de los anillos , de Peter Jackson, se inspiran en el cargado simbolismo prerrafaelista para su puesta en escena.
Podemos admitir alteraciones sutiles o violentas de la realidad que ahora nos rodea, pero nos incomoda ver la historia “cambiada”, distinta de la forma en la que nos enseñaron a imaginarla siglos de lienzos, dibujos y grabados.
El esplendor del Antiguo Egipto y la Roma imperial, la oscuridad de la Edad Media, la pomposidad renacentista y el refinamiento de la revolución industrial están tallados en la mente del público cinematográfico de una forma específica. En la gran pantalla se recrean estas imágenes una y otra vez, con la certeza de que serán aceptadas como verosímiles porque así fueron pintadas y fijadas para la posteridad.
Jesús y Napoleón se filman como fueron retratados. Jamás sabremos cómo eran realmente ellos y otros muchos personajes, así que podemos conocerlos solo gracias a los lienzos que se les dedicó.
La vasta galería de la tradición pictórica es la principal fuente de la que bebe el cine para representar tiempos pasados.
El autor es estudiante de Producción Audiovisual y Periodismo de la Universidad de Costa Rica