Los hechos relacionados con el intento del Consejo Universitario de la Universidad de Costa Rica (UCR) por impedir que el Dr. James Watson impartiera la conferencia que dictó el pasado primero de febrero, han conducido a dos resultados lamentables. El primero consiste en la tendencia a minimizar o a obviar la gravedad de los puntos de vista externados por Watson; el otro se relaciona con una compresión limitada de las condiciones que propiciaron que dicho Consejo procediera como lo hizo.
Ciencia y prejuicio. Ante todo, debería quedar claro que las opiniones expresadas por Watson contra diversas poblaciones en razón del color de su piel o de su preferencia sexual no son “accidentales” o “excepcionales”. Los avances experimentados por el conocimiento científico, en los distintos campos del saber, ciertamente posibilitan una mejor comprensión de las especificidades de la condición humana; pero, a la vez, pueden ser utilizados por algunos científicos para fomentar prácticas de discutible cientificidad –como ocurrió con distinguidos investigadores que a finales del siglo XIX e inicios del XX se convirtieron en entusiastas espiritistas– o para darle nuevo aliento a prejuicios ancestrales que, en el presente, son la base de persistentes formas de discriminación.
Una de las condiciones que facilita esas instrumentalizaciones es el profundo desconocimiento que tienen algunos científicos, dedicados a las ciencias físicas, exactas y naturales, de la dinámica de las sociedades humanas, y de cómo influyen en su desarrollo los factores sociales, culturales e institucionales. Así, quienes prescinden del aporte de las ciencias sociales o procuran minimizar sus contribuciones, son por lo general los primeros en tratar de conciliar los conocimientos científicos de avanzada con viejas supersticiones y arraigados prejuicios.
En los últimos años, varias instancias europeas y estadounidenses han optado por prescindir del privilegio de contar con los servicios o las conferencias de Watson. Las personas que lo invitaron a Costa Rica, sin duda, demostraron ser más tolerantes, en una tradición que se remonta al presidente Ricardo Jiménez, cuando defendió el derecho de exponer opiniones nazis o fascistas en el recinto universitario.
Esta tolerancia, sin embargo, no debería opacar el hecho de que, con puntos de vista como los expresados por Watson, se construyen los caminos que luego terminan en los campos de concentración y las cámaras de gas.
El actual Consejo Universitario de la UCR está conformado por trece personas, a saber: el ministro de Educación Pública, el rector o la rectora, un representante de la Federación de Colegios Profesionales, dos representantes estudiantiles, un representante del sector administrativo, seis representantes por área académica y un representante de los centros regionales.
Pese a las importantes funciones que le asigna el Estatuto Orgánico, la capacidad del Consejo para llevarlas a cabo es afectada por dos factores fundamentales. El primero consiste en que el Consejo está sobrecargado de responsabilidades, a raíz de lo cual no logra ser eficiente en asuntos de vital importancia para la institución, como la oportuna actualización de los reglamentos universitarios, en los cuales abundan las ambiguedades.
El segundo factor se refiere a que, por razones que es necesario investigar más a fondo, el Consejo se ha convertido en un espacio estratégico para tratar de construir carreras políticas, ya sea para optar a otros puestos en la UCR, o para intentar insertarse en la política nacional.
En tales circunstancias, se explica que, casi inmediatamente después de que ocurrió, el Consejo se pronunciara en contra del golpe de Estado en Honduras; pero que pasaran años antes de que incorporara, en la normativa universitaria, la figura de plagio, y que al introducirla, lo hiciera de manera parcial y limitada.
Esta brecha entre la inmediatez con que se responde a asuntos externos o políticamente capitalizables y la lentitud con que se abordan las cuestiones universitarias, también es agravada porque, en ocasiones, las personas que son elegidas al Consejo apenas tienen un conocimiento sectorial de los problemas de la UCR. Además, en su gestión parece pesar mucho cómo sus decisiones podrían afectar el pequeño capital político que han construido.
No sorprende, por tanto, que el mismo Consejo que se pronunció en contra de la conferencia de Watson por atentar “contra valores básicos de convivencia humana”, no haya manifestado interés en investigar las presuntas violaciones a los derechos constitucionales de profesores universitarios, ni las supuestas discriminaciones de que estos habrían sido víctimas, por parte de una instancia universitaria que está bajo la dependencia directa del Consejo.
Sería oportuno que, en el marco del escándalo provocado por las recientes acciones del Consejo, la comunidad universitaria valorara la posibilidad de reformar su integración, de redefinir sus prioridades y de modificar las relaciones que prevalecen entre los miembros del Consejo y dicha comunidad.