Basta con jugar

Los jugadores del equipo Generación 1980 de la Liga Franciscana de Fútbol (LFF) tienen gran experiencia en muchas cosas, pero ganar partidos de futbol no es una de ellas.

Afortunadamente, para ellos jugar bola no se trata de ganar; eso lo tienen muy claro. De ser así, se habrían retirado después de las primeras diez derrotas o de la histórica humillación pública de 13 a 1. Mas el reto es otro: es terminar el partido. Con vida. Y sin lesiones. Lo demás es ganancia.

Todos los lunes en la noche, durante la temporada de 15 semanas, se les puede encontrar en la remozada cancha de futbol del colegio Saint Francis en Moravia (a partir de este año cuenta con césped sintético e iluminación artificial), donde se reúnen fielmente a hacerle frente a jugadores de la mitad de su edad y a marcadores desoladores.

Hace cuatro años, nació el torneo en manos de la Asociación de Exalumnos del Colegio Saint Francis de Costa Rica (Asanfra) con la intención de satisfacer “la pasión futbolera ineludible que lleva todo franciscano en su corazón”, según relata la reseña histórica de la LFF.

Lo que quizás no esperaban era la integración de un equipo de futbol con egresados de hace 30 años, dispuestos a exponerse a la acribillada de las generaciones recién graduadas y en la flor de su juventud.

“Recibí la invitación de participar en un torneo de futbol de exalumnos del Saint Francis, reforzando al equipo de la generación graduada en 1980. Soy de la generación del ’83, pero eso era de poca importancia para ellos y para mí. Yo, por fiebre, y ellos porque necesitaban jugadores recurrieron a las generaciones vecinas”, contó Polo Barrionuevo en un breve texto acerca de su debut como veterano en el futbol.

Donde falta la condición física de estos jugadores, dichosamente sobra el humor. Basta con compartir unos cuantos segundos con ellos para percatarse de eso.

“Yo me imagino que la admiración hacia nosotros de los muchachos que compiten en otros cuadros, nace por el hecho de que un equipo de rocos persista en asistir a los partidos a pesar de no haber ganado un solo juego en tres campeonatos y de haber obtenido un par de honrosos empates, además de recibir como seis goles por partido e, incluso, de ser vistos con complacencia por algunos árbitros que consideraron, como es lógico, que no tenemos mucha oportunidad en el torneo”, agregó Barrionuevo.

El día que llegué a verlos jugar, tocaba uno de los retos más parejos del torneo. Los contrincantes apenas eran 15 años menores. En cuestión de minutos, hubo una transformación radical: las camisas de botones, corbatas y pantalones de vestir rápidamente cambiaron por espinilleras, tacos y uniformes.

Los 20 jugadores –que de día son ingenieros, arquitectos, doctores, músicos y empresarios, entre otras ocupaciones– de pronto cumplían con su deseo de sentirse, aunque fuera por dos horas a la semana, futbolistas de verdad.

Para algunos, se trata de ser futbolistas otra vez. Siete de los que ahora integran el grupo Generación 1980 fueron, en sus años mozos, futbolistas de primera y segunda división, como es el caso de Luis Diego Huertas, John Flores y Jorge Porras, este último, el integrante mayor del equipo y egresado del Saint Francis en 1970.

¡Al fútbol!

La primera lesión de la noche, afortunadamente menor, sucedió a eso de las 7:40 p.m. sin haber comenzado el partido. En realidad, ni siquiera habían iniciado el calentamiento. Un jugador, cuyo nombre no hace falta mencionar, se acalambró cuando se estaba poniendo las medias.

“Apreté el músculo y me arratoné”, confesó entre las carcajadas de sus compañeros que aprovecharon para “recordar” que hacía falta llamar a las dos ambulancias.

“Yo tengo que saludar a todo el mundo a ver si me meten”, bromeó otro de los jugadores.

La luz artificial del SFC Stadium se reflejaba en las calvas de algunos de los jugadores, víctimas de alopecia, una condición que –bien utilizada, pensaba yo– podría aprovecharse para encandilar a los contrincantes de complicarse mucho el partido. Pero había esperanzas de ganar. “Los de 32 son más manejables. El problema son los de 20”, me explicaba un compañero.

Y no dejaba de escuchar las menciones del famoso “tercer tiempo”, un ritual posfutbolístico en un restaurante cercano que generalmente sirve de catarsis y de análisis, aunque más de la vida que del futbol. Hay varios titulares, autoproclamados, de esa etapa.

Tras un calentamiento poco metódico, algo desordenado y excesivamente divertido, se juntaron todos para una foto grupal unos cinco minutos antes de iniciar el partido. “¡Metan la panza!”, gritó alguien apenas antes de que se disparara el flash.

A las 8 p. m. en punto empezó la aventura. A pesar de todos los pronósticos y contrario a la lección impartida por la experiencia, las cosas comenzaron (y terminarían) muy bien. Apenas 10 minutos después del pitazo inicial del partido, cayó el primer gol y para mi asombro –y, evidentemente, el de los veteranos también– era a favor de ellos. Celebración. Brincos. Éxtasis.

Me acerqué a la banca que nadie usaba como banca (todos estaban de pie al lado de la banda), para oír las conversaciones. Algunas compartían su impresión del equipo:

“¡Qué bonito está el equipo! Es la primera vez que los veo así”. Por otro lado escuchaba:

“¿Vos cómo seguiste? ¿Estabas jodido, verdad?”

“Sí en la ingle...”

El encuentro avanzaba parejo y no pude evitar pensar que había asistido a partidos de primera división mucho menos vistosos que este. Era evidente que así como había legítimos mejengueros, había otros que sabían bien lo que estaban haciendo. Pero no por ello se lo tomaban demasiado en serio.

“Pónganle que ahorita cierran el Geriátrico”, se oía por un lado. “Vamos, bien paraditos. ¡Enviagrados!”, se escuchaba por otro.

Agradecidos de que el torneo no cuenta con una prueba de dopaje, varios jugadores me confesaron que una lata de Red Bull, entre otros estimulantes (todos completamente legales, aclaro) eran parte de la pócima preparativa para el evento. “¡Aquí donde usted me ve, yo tengo adentro una Arcoxia de 120!”.

Para finales del primer tiempo había caído el segundo gol de la Generación 1980 y el primer gol del equipo contrario. Pero el ritmo era mucho más lento que el de los primeros minutos del partido y seguiría en picada en el segundo tiempo. A pesar de ser 15 años más jóvenes, la competencia también estaba viéndola difícil.

El pitazo del medio tiempo vino acompañado de jadeos y de una fascinación con el resultado, pocas veces logrado: “¡Maes, no es un sueño, vamos 2 a 1!”

“Tóqueme el cuello para que sienta las pulsaciones. ¡1.600!”, le decía un jugador a otro. Y con verle la cara, casi le creí. Pese al jolgorio, el formato del partido se manejó según todas las reglas oficiales. O al menos eso parecía.

Entonces, empecé a contar los cambios: 1, 2 y finalmente 3. Y después, 4, 5 , 6 y 7, y hasta se buscaron repitentes, la mayoría de los cuales dijeron que no entrarían de nuevo “ni locos”. Hice la consulta y me explicaron que el torneo les daba el privilegio, como veteranos, de hacer los cambios que quisieran.

Fue así como todos los que asistieron esa noche, pudieron tocar la gloria de la gramilla y ser parte de la única victoria de la temporada.

A las 10 p. m. se acabó el partido y en el transcurso de las dos horas, no vi señal alguna de groserías o insultos. Más bien, seguía el carnaval. Claro, los cincuentones celebraban lo que probablemente sería su única victoria en la temporada.

Creo que, de haber perdido, la fiesta habría sido la misma. Quizá era porque estaban a las puertas del famoso tercer tiempo. O tal vez, porque al llegar a la media teja, se comprende, finalmente, que en la vida hay cosas más importantes que ganar un partido de futbol.