Ahora es solo una roca estéril flotando frente a la costa de California. Hace 50 años, el 21 de marzo de 1963, una orden del fiscal general Robert Kennedy le puso llave a las tétricas celdas de Alcatraz.
El cine la inmortalizó en películas como Murder in the first , con Burt Lancaster; Escape de Alcatraz , con Clint Eastwood; La roca, con Sean Connery; o la fracasada teleserie Alcatraz .
Su infame leyenda la forjaron, con sobrados méritos, sus malignos ocupantes: Al Capone; Alvin Karpowicz; George “la ametralladora” Kelly; Robert “el pajarero” Stroud; Frank Morris y los célebres John y Clarence Anglin. El último preso en abandonar la isla fue Frank Watherman.
Este peñasco fue convertido en cárcel en 1934 y durante los 29 años que funcionó hubo 14 intentos de fuga y solo uno tuvo éxito. Era imposible escapar de esa prisión de rocas rodeada de aguas frías y tiburones.
La isla fue fortificada para recibir a los tenebrosos huéspedes. Cerraron túneles, taparon ventanas y clausuraron todos los accesos terrestres. El presidio tenía 336 celdas individuales de 1 x 3 metros; albergó apenas al 1 por ciento de los prisioneros federales. Los reos eran contados trece veces diarias uno por uno; seis en conjunto y otras de improviso.
Disponía de la más avanzada tecnología de la época: un mecanismo difusor de gases lacrimógenos; muros de 20 metros; alambradas electrificadas; torretas con reflectores y ametralladoras. Quien pudiera superar esos obstáculos enfrentaba al final tres amenazas: las violentas corrientes marinas, las frías aguas del Pacífico y los feroces tiburones.
Los reos solo podían recibir una visita mensual de dos familiares y disponían de una biblioteca. Carecían de periódicos, radios y mascotas. Debían guardar silencio entre sí y solo el domingo podían conversar durante los minutos que duraba el recreo en el patio central. La correspondencia era intervenida y las cartas re-escritas para evitar mensajes perniciosos.
Cada celda carecía de ventanas, tenía una reja al frente, una cama de acero y un colchón, una mesa plegable, una silla, un lavatorio y un servicio sanitario.
Todo beneficio debía ser ganado con buena conducta. Los mal portados eran enviados al “agujero”, un hueco subterráneo donde podían pasar meses en medio de las más terrible soledad.
Entre 1934 y 1963 tuvo cuatro alcaides. El primero fue James Jhonston, que venía de dirigir con mano de hierro la prisión de San Quintín y la de Folsom. Jhonston creía que los reos debían ser reformados con dignidad, formalidad, esmero y mucha espiritualidad.
Con los años Alcatraz se volvió demasiado cara; cada prisionero le costaba al gobierno diez dólares diarios y la infraestructura era carcomida por las sales marinas, lo cual deterioró sus cimientos y era más barato cerrarla que tenerla abierta.
El temible peñón es hoy un macabro atractivo turístico, visitado por casi 1,5 millones de personas y los únicos que salen nadando del lugar son los atletas que participan en el triatlón anual, llamado: Escape de Alcatraz.1