Ya no hay costarricenses así: el caso de Julio Sánchez Lépiz

Costa Rica está llena de héroes que aún no hemos reconocido como tales. He aquí la historia de uno de ellos

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Julio Sánchez Lépiz (1862-1934), mítico cafetalero y diputado por la provincia de Heredia, es una inmensa figura de la historia patria. Nace apenas seis años después de la guerra contra los filibusteros.

José Marín Cañas escribió en 1972 un opúsculo sobre don Julio. Se refiere a él como “patricio”, “guayacán”, “estoico”, “patriota”, “sabio”, “hombre justo”, “zahorí”: un ser sobreabundantemente dotado de virtudes: ponderación, modestia, simplicidad, solidaridad, discreción, honestidad acrisolada. Todo ello sin poses intelectualistas, sin militancias políticas ruidosas, sin una molécula de ostentación. Don Julio esculpió el perfil productivo de Costa Rica, formó patria, fue uno de los demiurgos de la arquitectura social de nuestro país. Le cedo la palabra a Marín Cañas.

“Julio Sánchez alzó el más grande imperio de café que en nuestro país se haya visto. Exportó más de 20000 quintales al año. Sembró el producto sobre una extensión superior a las dos mil manzanas. Construyó y puso en operación siete beneficios que no solamente perduran, sino que se modernizaron y aumentaron. Primero, eran grandes patios para la seca del fruto maduro, después usó maquinaria moderna. Afinó y seleccionó la producción y calidad del grano, hasta que su marca cobró justo precio y fama en los más exigentes mercados europeos. Incursionó en la ganadería, iniciando labores en una extensión de 25000 manzanas en el centro de Guanacaste, que llegó a ser, primero, una gran empresa ganadera, y después de su muerte un emporio de carne y azúcar que en plena zafra tramonta la producción diaria de los 3000 quintales. Adquirió tierras en sitios inaccesibles. Solo, porque nadie se atrevió a acompañarlo, cultivó esas regiones para producir trabajo y riqueza. Aplicó un concepto social cristiano, involucrando a sus peones dentro de un sistema paternal de salarios justos, viviendas, atenciones médicas personales y familiares”.

“Recorrió sus extensas tierras desde el alba al anochecer, y aun ya entrado en años, se le vio, caballero en su potro, sin temor al aguacero, ni al camino peligroso. Fue sobrio, cristiano, caritativo, corazón ancho, espíritu bravo y generoso, valor indudable. Perdió tres hijos, y una hija; uno, trágicamente, en plena calle, atravesado de un tiro en horas de guerra civil, y otros dos en la flor de la vida, minados por las enfermedades. Ayudó a instituciones de caridad, discreta y oscuramente”.

Los hijos del nuevo milenio no entienden la especificidad del liderazgo y tectónico empuje de trabajo de don Julio. Los héroes de su calado han desaparecido. Esa mezcla de sencillez, ponderación, mesura, prudencia, señorío del alma, desdén del oropel y la figuración, aristocracia espiritual, ética de trabajo… no creo que el costarricense actual pueda dimensionar este tipo de personaje. Es una pena, porque fue esta índole de ciudadanos los que erigieron a Costa Rica, le dieron voz en los mercados internacionales, gestaron su economía y su estructura social solidarista y cooperativista.

En 1922 don Julio fue electo diputado ante el Congreso. Empero, consideró que había hombres más aptos que él para esta función. A un periodista le dice: “¿No ve usted que mis suplentes son un médico y un abogado? ¿Va un campesino, como yo, a suplantar en la función legislativa a dos universitarios?... Yo no soy orador y, aunque tuviese buen juicio, mi palabra tosca no sería escuchada porque no la visto con traje de gala”. Mal haríamos en tomar esta demostración de responsabilidad como desdén por la política. “Todos debemos interesarnos en la política: bien entendida, es un deber cívico que no puede menospreciarse. El costarricense debe contribuir con el voto, la opinión, la protesta o el aplauso, a la mejor marcha de la cosa pública” -expresa, enfáticamente-.

Don Julio escribió un documento que, como dice Marín Cañas, “pareciera la página que no existe aún en nuestra Constitución, o arrancada de los folios de la Biblia. Una página que superó a la Muerte y fue un basamento en el edificio de la República”. Fue escrita en San Francisco, el 8 de enero de 1930, y está dirigida a su amigo Rafael Rodríguez. La transcribo en su integridad.

“Estuvo (Fulano de tal) en la oficina para proponerme la expulsión de los parásitos de “Taboga”. Como me dijo que usted estaba de acuerdo, le doy ahora las razones que tuve para negarme. La tierra debe ser, en realidad, para quien la cultiva, no para quien tenga la escritura. Yo cultivo mis otras fincas en toda su extensión porque no me gusta que haya tierra que no produzca. No puedo hacer lo mismo con “Taboga” porque allí poseo 25000 manzanas y está fuera de mis posibilidades cultivarlas. Ni yo, a pesar del esfuerzo que realizamos usted y yo; ni mis hijos, ni mis nietos, podrán cultivar esa extensión de tierra. Por eso creo que debemos conformarnos con lo que podamos cercar, limpiar y atender. Lo demás debe ser para que lo vayan sembrando los que puedan. Con eso no me hacen daño, puesto que yo no ocupo ese campo y sí me hacen bien porque se avecinan, producen y mejoran el lugar. Hagamos lo que podamos sin estrujar a los que llegan a sembrar, salvo que sean vagabundos merodeadores. Pero los vagabundos son estos que gritan acá sandeces contra los ricos. Los que descuajan montañas y siembran maíz, no son vagabundos. Cuando el chino José Sing me vendió “Brazo Seco” yo pude haberle armado camorra. Usted sabe que toda esa finca es propiedad de “Taboga” y que él no podía venderme lo que era mío. Pero lo que me pertenece era la montaña virgen y el chinito me vendía milpas, repastos, casa y tierra limpia y cercada. Se la compré sin hacerle reparos porque eso era lo justo. Ese es mi criterio. Extienda usted los potreros cuanto pueda, pero no nos pongamos a pelear contra los que, sin escritura que los ampare, tienen deseos de trabajar y se meten en tierras vírgenes, abandonadas por muchos siglos. Yo poseo bastante, pero estoy convencido de que uno no necesita más tierra que el pedacillo donde lo han de enterrar. Quiero vivir en paz para que cuando muera no tenga nadie derecho a revolcarme ese pedazo de tierra a que aspiro. Lo saluda con cariño, Julio Sánchez”.

Estas pocas líneas podrían pasar por el manifiesto de toda una reforma agraria. Son un modelo de claridad y economía verbal: no se puede escribir mejor, ni con menos palabras. Hay en el documento una filosofía implícita en torno al vínculo del hombre con la tierra. Un vínculo carnal, entrañable, fisiológico, y no el vacío simbolismo de las escrituras notariales.

Lo que más hondamente me impresiona en esta carta es el sentido de justicia que la anima. Es la negación misma de la codicia, la usura, la avaricia. El pensamiento de la primera gran encíclica social de la Iglesia Católica (Rerum Novarum de León XIII, publicada en 1891) anima el espíritu del documento. Don Julio era, en el más auténtico sentido de la expresión, un homo religiosus.

“La vida es breve y no hay que amargarla con odios, rencores, u orgullos. La nobleza la lleva el individuo en el corazón y no en pergaminos que se come la polilla” -reflexiona este hombre diáfano, paladín del bien social, de la equidad, del trabajo justamente remunerado, un espíritu de avanzada para su época y su país-.