La Iglesia medieval –acaso en cumplimiento de lo preceptuado por Pablo a través del «orad sin cesar» de su Carta a los Tesalonicenses– dio origen a la Liturgia de las Horas, equivalente a tiempos de oración que los monasterios cluniacenses observaban piadosamente siete u ocho veces al día, y que se denominaban sucesivamente completas, maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona y vísperas. De tales tiempos de recogimiento y comunicación con lo eterno, existen algunos que pertenecen a la noche, y que son invocados bajo luz artificial, o en lobreguez. Inmemorialmente, tales horas han sido identificadas con plegarias de auxilio, consecuentes con el inveterado temor del hombre a las tinieblas, o a sus propios demonios.
El poemario Áspera noche, de Paúl Benavides Vílchez, integra una secuencia litúrgica, estructurada según un canon previsible, pero a la vez altamente sorpresivo. Su identidad es por igual mística e iconoclasta, como lo son también sus rasgos temáticos, salidos de la angustia y de la alegría de vivir a un mismo tiempo. En otras palabras: es la dialéctica del hombre de nuestra época, que se apoya ventajosamente en una tecnología cada vez más efectiva, pero que vive acosado por miedos primarios, asociados con el terror uterino de saberse a punto de nacer a una vida nueva.
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¿Qué es el miedo, Madre?
Con precisión cronométrica, la obra da inicio a su recorrido litúrgico con una primera estación (a la manera de un Via Crucis) que consiste en una interrogante formulada a su progenitora: ¿Qué es el miedo, Madre? Y el poeta se responde a sí mismo sin transición alguna:
Hijo de tu quimérica sed del árbol
del miedo
precisa como la leche nocturna.
Me diste la vida y me quitaste
el miedo.
Para darme uno nuevo en su fuente
pura,
Única manera de amamantar siempre.
En la secuencialidad de Benavides, la estación del crepúsculo equivale a las Vísperas de la Liturgia de las Horas. Para ello, el poeta advierte el abandono del Sol y la preparación para el recogimiento nocturno. Aunque la realidad carnal sea otra, y el embate de los miedos asociados a la oscuridad personifique la amenaza presente, la expresión lírica no cede en su persistencia:
¿Dónde estábamos previos al origen?
En la anémona silvestre,
en una fruta pequeña,
en un pez sinuoso,
en la estrafalaria
red de incertidumbre.
Ya en el vicio de la tarde
pones la mano en los ojos de
paloma breve,
de paloma negra y desentendida.
(…)
Sobre la duda un torpe viento
desata la pregunta.
(26)
La oscuridad sigue
dentro del cuerpo.
En el ruido que camina por la sombra
y teje la pesadilla,
como la araña
teje la muerte de los otros,
y llegará hasta la boca,
túnel o temblor,
y cuando la luz es tomada por lo negro,
la oscuridad
saldrá de los objetos,
de su centro,
de sus pliegues,
de su calma,
de su silencio.
Noche tempestuosa
Es llegada la hora de las completas, y con ella la noche tempestuosa. Representa la resolución de un contrato, ineludiblemente suscrito consigo mismo, con el público lector y con la poesía, musa que ha revelado la identidad de su intérprete o, mejor aún, de su demiurgo. Todo en Benavides surge a través de un mágico y sencillo proceso, que no alambica los términos, pero sí confiere a cada uno la trascendencia y significado que el autor pretende. En el autor herediano todo fluye sin dificultad, a la manera de la clásica prestidigitación de la palabra. De su sombrero, de su manga o de su boca, surgen constantemente elementos inopinados, con los que nunca has pensado en dialogar de frente:
Me contagio
limpio y solitario
de un virus bifronte
y levanto de su silla a mi sombra,
pequeña broma donde arden
los gatos confundidos
y tiernos de la noche.
Los elementos aislados, que surgen a la manera de una generación espontánea, se funden de inmediato con su contexto lírico, o bien integran una bella metáfora acerca de la estatua de sal, la misma que utilizara Miguel Ángel Asturias en una aliteración sin término:
Vuelvo por la mujer de Lot para
fundirme en un solo cuerpo,
Ahora.
El poeta agnóstico
Lo que necesitábamos: la profesión de fe de un poeta al borde del agnosticismo, cuando no de la lírica incredulidad:
La verdadera fe es la oración del
exterminio,
un salvoconducto donde
una mujer abre su blusa,
y deja ver sus calles y profetas
morbosos.
El tiempo… ¿Qué era el tiempo?... El
Tiempo.
Una manera de despedirse, de no estar,
de decir no somos, no estuvimos.
Al cabo de las horas, y con la cercanía de la aurora, viene la confesión:
En la frente me abrazo
a la señal de Caín,
en un solo movimiento no distingo
la doble vía del corazón
el doble flujo de la noche,
donde alguna mujer me llama
y desabotona la piel hasta quedar
castamente falso, ya no hace falta
machacar la sombra disipada de lo que fui.
Al final del recorrido, colegimos todos que el poeta ha dicho la verdad. Siempre dicen la verdad los poetas. La noche ha carecido de eficacia para exorcizar sus miedos, que mantienen inalterable la cadencia de su acento pertinaz, ahora enrumbado hacia una dimensión que la vida reserva a sus elegidos.