Durante trescientos años la gran música “oficial” había sido únicamente cultivada en los cosmopolitas centros artísticos de Alemania, Austria, Francia, Italia, y en mucha menor medida, Inglaterra. Pero durante la segunda mitad del siglo XIX un fenómeno de las más felices consecuencias viene a cambiar el mapa musical de Europa. Países como Polonia, Hungría, España, Finlandia, la República Checa (llamada a la sazón Bohemia) y, sobre todo, Rusia, comienzan a descubrir su identidad cultural. No negaron a Occidente, antes bien, aprovecharon todo lo que de su riquísima tradición podían aprender, y lo incorporaron a una música de espíritu nacionalista, donde el folclor pasó a jugar un importantísimo papel.
Musicalmente, Rusia se había mantenido por completo marginada de las grandes corrientes de la música occidental. Desafiamos a nuestros lectores a que nos puedan mencionar el nombre de un solo compositor ruso, por modesto que sea, anterior a Glinka (1804-1957). Si excluimos los cantos de la Iglesia Ortodoxa rusa y el folclor, Rusia era, musicalmente hablando, un erial. Mijaíl Glinka emerge como padre y pionero de la que luego sería una de las más poderosas tradiciones musicales que el mundo ha conocido y, por lo que al siglo XX atañe, la primera potencia musical (Stravinsky, Scriabin, Prokofiev, Shostakovich, Rajmáninov, Schnittke, Jachaturián, Kabalevski).
Glinka fue, así pues, el fundador. A él debemos dos óperas: Ruslán y Ludmila, y Una vida por el Zar. Son importantes porque dejan establecidas las dos grandes fuentes en que abrevarán los compositores rusos posteriores: las leyendas fantásticas, y los episodios de la torturada historia rusa.
En 1861 un evento crucial viene a cambiar la fisonomía social de Rusia: el Zar Alejandro II decidió abolir la servidumbre, dar tierra a los campesinos, y mediante una reforma agraria, terminar con el régimen anacrónicamente feudal que reinaba en el país. El pueblo tiene ahora una voz, puede hacerse oír, los artistas buscan en él inspiración. En literatura Pushkin, Gogol, Dostoievski, Turgueniev, Tolstoi recrean la penuria moral, social y económica de un pueblo sojuzgado como pocos. Y en música comienzan a surgir creadores acendradamente nacionalistas, que buscan en su país los temas para sus óperas, las melodías para sus sinfonías, los ritmos vernáculos para sus ballets, los cantos de la Iglesia Ortodoxa para su música sacra.
Autodeclarados todos ellos hijos espirituales de Glinka, se asocian Cui, Balakirev, Borodin, Músorgski y Rimski-Korsakov para formar el grupo bautizado como “Los Cinco”, o “El Grupito Poderoso”. Su credo estético era fusionar la escuela occidental con la recientemente descubierta tradición rusa. Algunos de ellos eran diletantes y carecían de formación académica: Borodin era químico, Músorgski era oficial de marina, Cui era profesor universitario… pero el diletantismo no excluye el genio, y cuando citamos por ejemplo a Músorgski, la palabra genio puede ser utilizada sin la menor reserva.
Mili Balakirev (1837-1910). Despótico pero carismático y seductor, Balakirev es el fundador del grupo. Compuso poco, y le tomaba un tiempo insólito trabajar en sus obras: Islamey (según muchos, la pieza más difícil jamás escrita para el piano) le significó 20 años de labor.
César Cui (1835-1918). Era profesor de matemáticas y crítico de la Gaceta de San Petersburgo. Por mucho la figura más desteñida del grupo, Cui escribió 11 óperas y copiosísima música sinfónica que no se escucha nunca. Era el vocero del grupo: “La gran consigna de “Los Cinco” consiste en rehuir toda banalidad y vulgaridad”.
Alexander Borodin (1833-1887). Con este gran maestro alcanzamos otro nivel de excelencia. Lo recordamos por cuatro obras: el poema sinfónico En las estepas del Asia Central, el bellísimo Segundo Cuarteto para Cuerdas, la Segunda Sinfonía, y la pieza a la que consagró toda su vida: la saga operática El Príncipe Igor. Borodín murió súbitamente y dejó su obra inconclusa. A Rimsky-Korsakov y Mijaíl Glazunov correspondió la piadosa misión de completarla.
Modest Músorgski (1839-1881). Uno de los más grandes genios de la historia de la música. Nos infligió a todos la tragedia de su muerte a los 42 años de edad, víctima del alcoholismo. Se recuperaba en el hospital de San Petersburgo de una gravísima intoxicación etílica. Quiso la suerte que cumpliera años, algún imbécil le llevó de regalo una botella de vodka que bebió de un solo tirón. Coma alcohólico, y muerte sin haber recuperado la conciencia, cinco días más tarde. La gente lo conoce únicamente por su Noche en el Monte Calvo (más obra de Rimski-Korsakov que de él) y sus Cuadros en una exposición, originalmente para piano, orquestados por Rimsky-Korsakov, Ravel, Shostakóvich, Tomita, Ashkenazy y Stokowsky. Pero sus obras cimeras son sus óperas, en particular Boris Godunov, basada en la historia del zar espurio: música llena de remordimientos, de angustia, de terror, de voluntad de expiación y de autodestrucción. Nunca se ha montado en Costa Rica, ni se montará en los próximos 25 siglos. Es una ópera abismal, conmovedora y grandiosa: lo mejor que salió del “Grupo de los Cinco”.
Nicolai Rimsky-Korsakov (1844-1808). Originalmente oficial de marina, Korsakov fue el único del grupo que se aisló del mundo para recibir entrenamiento formal como compositor. Era el miembro más pulido profesionalmente. Por increíble que parezca, sabía tocar todos los instrumentos de la orquesta sinfónica (sin virtuosismo, pero con sobrada proficiencia), y de ahí procede su incomparable oficio en el arte de la orquestación. Su más distinguido discípulo fue Igor Stravinsky: en El pájaro de fuego se siente de manera nítida la influencia del maestro. A Rimsky-Korsakov debemos el noble gesto de completar todo lo que Músorgski dejó trunco al malograr su vida con la bebida. Todo el mundo conoce la suite Sheherazade, el Capricho Español, y la Obertura La Gran Pascua Rusa. Pues bien, su Sinfonía Antar y sus muchas óperas sobre temas fantásticos rusos (El Gallo de Oro, en especial) los aguardan llenas de tesoros musicales.
Después del empujón de “Los Cinco”, la música rusa nunca volvió a ser la misma. Sus artistas ganaron en confianza, y confirieron al inagotable acerbo musical de su tierra una resonancia universal. La pléyade de grandes maestros rusos del siglo XX sería inconcebible sin ellos. “Los Cinco” dieron voz a su país y a su pueblo. Le regalaron al mundo todo un hemisferio de ritmos, melodías y armonías frescas, inexploradas. ¿Puede imaginarse logro más bello para un artista?