Aquella madrugada, San José era la misma, Chelles ya no.
Ya habían pasado sus años de gloria, cuando la bohemia criolla tertuliaba ahí con un sándwich, un arreglado, un café, una cerveza o un trago de guaro, y todo mundo salía empapado de los principales acontecimientos en la cultura, la política, la economía, la capital y hasta en las camas ajenas; ya se habían ido los años en que “me enteré en Chelles” era un campanazo certero de una información que luego sería noticia; ya habían pasado las épocas en que encontrar lugar costaba un mundo porque hasta se hacía fila de espera. Aquella madrugada, Chelles se fue extinguiendo, sin grandes aspavientos, en el corazón de una capital sin memoria.
Poco faltaba para la 1 a. m. del sábado 8 de febrero, Chelles seguía abierto mientras en sus entrañas todo se iba desmontando. Por las puertas entraban conocidos que llegaban a saludar y unos pocos clientes, y salían muebles, parlantes, congeladores. El cuadro que entregaron durante tantos años se iba descomponiendo ante la vista.
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Ya era el turno de Xinia Chinchilla, mesera que siempre atendía 10 p. m. a 6 a. m. a los noctámbulos, desvelados y fiesteros que buscaban revivir, desayunar o agarrar fuerzas para seguir su tour nocturno. Esta vez estaban otros empleados, familiares y amigos, dando apoyo moral y ayudando a desalojar el bar y restaurante. Se veía también a las jefas de Chelles, Eida Porras (Loli) y Marjorie Blanco, quienes en el 2005 ya trabajaban allí y decidieron quedarse con el negocio luego de que un incendio afectó al lugar y convenció a los encargados anteriores de retirarse; cuatro años después, Blanco le confesó al periódico Al Día que ellas le hicieron frente “al negocio, las deudas y a 12 empleados”.
Aquella no era una madrugada feliz: por más que Xinia tratara de sonreír, cuando recordaba las historias que vivió en Chelles, le empezaban a correr las lágrimas. Y no era la única que lloraba de cuando en cuando; incluso, una mujer agarró fuerza con un suspiro mientras decía “todo va a estar bien” y la otra le dio aliento repitiendo “sí, vamos a estar bien”. Era el consuelo entre los 11 empleados que ese fin de semana se quedaron sin trabajo.
El desmantelamiento, los sollozos, las frases sueltas y conversaciones a media voz sobre los problemas financieros, lo difícil que era dejar el lugar y la desesperanza se daban mientras Xinia le pedía a José González, el cocinero, un café, dos aguadulces, un pinto con huevo, huevos con tocineta, un arreglado, etc.
“¿Es cierto que van a cerrar”. “Sí, es nuestro último día”. “Noooo”. La suerte de Chelles era el ineludible tema en las tres o cuatro mesas en que los comensales pedían, comían, pagaban y se iban; claro, la suerte ya estaba echada.
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La Navidad aún no se había ido del salón porque seguía viviendo en los manteles; unos corazones desperdigados por las paredes recordaban que ya venía San Valentín, aunque fuera de una celebración pasada. El café y el aguadulce llegaba a la mesa en tazas con la imagen del lugar y el recordatorio de que tenía más de un siglo; quedaban cinco y estaban en venta a ¢3.500 cada una como souvenir.
Cuentan el arquitecto y cronista urbano Andrés Fernández que Chelles lo abrió un tal míster Chase y, de la deformación al pronunciar su apellido, surgió el nombre que todos reconocemos; se convirtió en un punto neurálgico de la avenida central y de la ciudad por su cercanía con las paradas del tranvía, primero, y luego de los autobuses, así como su proximidad con teatros y establecimientos reconocidos. Además, su inmueble es el último representante de la arquitectura criolla sobre ese bulevar josefino.
Fue bar -el primero en llamarse como tal-, restaurante, cafetería, refugio, lugar de paso, levanta muertos… Durante su historia, lo mismo llegaba un estudiante, un destacado escritora con varios premios nacionales en su carrera, una célebre autora nacional, una actriz o un actor, un vigilante nocturno, un empresario con mucha plata, unos turistas y una prostituta. Es un ícono de la ciudad aunque no tenga una declaratoria como patrimonio histórico de Costa Rica.
No sobrevivir en una ciudad cambiante
Los personajes que trabajan como hormiga se iban llevando una alacena, un congelador, la caja fuerte, los parlantes… A eso de las 2 a. m., Chelles ni música tenía y doña Xinia decía que por favor alguien cantara o ella se iba a echar a pista. Nadie se animó, pero todos sonrieron. Pronto, los ayudantes en la operación de desalojo se fueron y, al final, pudimos conversar con Loli, una de las administradoras.
Desde diciembre, cuando Carlos Fernández dio la noticia en su página de Facebook, los periodistas no dejaban de buscarlas. Porras se negó a dar declaraciones tantas veces como pudo, dijo, porque “esos solo quieren lucrar con el dolor ajeno”. Dolida y cansada, se sentó a enumerar las mil razones que cree que incidieron en el cierre: los malles, no tener parqueo y que la Policía Municipal les quitara las placas a los autos que se estacionaban en el bulevar –como los faculta la Ley de Tránsito–, la inseguridad de la capital, el alto alquiler (unos ¢5 millones con impuestos), los altos gastos de operación (más de ¢1 millón solo en agua y luz: “es tanto lo que hay que pagar”), drástica baja en las ventas, los tres turnos para poder cubrir las 24 horas los siete días de la semana…
“San José ha cambiado mucho en los últimos cinco años, pero desde hace un año las ventas vienen para atrás, para atrás… Ya no nos podíamos sostener. Además, ya la gente no viene a San José como venía antes. Hubo una vez en que en toda una madrugada solo se vendieron ¢3.700. ¿Cómo se hace así? Ha sido muy difícil”, contó Porras.
No es ajena a que la gente las criticaba al decir, entre otros argumentos, que Chelles era caro. “Mentiras que eran los precios; me he comido un casado en un sodita por allá perdida al mismo precio que el nuestro; además hicimos promociones, pusimos vallas y rótulos y no hubo forma. Nada funcionó”, afirmó.
La conversación continuó; reconoció que, aunque no quería, tenían que cerrar: “Tengo 28 años de trabajar aquí. Imagínese, perder el trabajo a esta edad; nadie quiere trabajar con viejos”. Meditabunda, agregó para sí, como para que no la oyeran: “Nos mató la ignorancia”.
Continuó hablando y desahogándose: “Chelles necesita un impulso. La gente que amaba Chelles ya está enterrada; la juventud busca McDonald’s, Taco Bell… Algunos nos decían que aquí es carísimo, pero cómo no iba a ser caro el sándwich de mano de piedra si la mano de piedra es carísima. Hay un montón de cosas que nos estaban afectando, pero, bueno, esto ya se acabó. Chelles es mi amor, me dio lo mejor: me daba de comer, me ayudó a criar a mis hijos, me llevaba a pasear…”, contó Loli. Luego, suspiró, se levantó y, antes de irse, subrayó que era la única entrevista que había dado.
Silenciosa despedida
Chelles no tuvo una despedida a la altura de su celebridad en San José. Entre tantos rumores, incertidumbre y negativas de la administración a informar cuándo cerraría, solo sus fieles clientes se enteraron, casi siempre por doña Xinia y otros de los empleados, de que ese sábado serían el último que lo verían abierto.
Luego de cerrar el bar y karaoke en la tradicional La Vasconia, a 300 metros de allí, Jaime García pasó a comer por la centenaria esquina y a dejarle un coctel de chocomenta a Chinchilla. “Esta es la última vez que estamos aquí”, dijo con nostalgia, antes de detallar que tenía 30 años de pasar.
Unas pocas mesas se siguieron llenando y vaciando. Los recuerdos nunca paraban. A las 4 a. m. llegaron Alex Salas y Norman Aguilar a pedir un desayuno completo y una cerveza.
“Tenemos 15 o 16 años de venir. Conocimos Chelles luego de pasar por los bares gays y salir y buscar un lugar en el centro para comer y restablecerse. Estar aquí, los viernes era una tradición para nosotros , era el momento de nosotros”, contó Salas, quien tiene 44 años. “Este era el lugar para venir, terminar la fiesta y hablar de lo que pasó y no pasó. Es parte de nuestra historia; yo sí voy a extrañar Chelles”, agregó Norman Aguilar.
Ellos no sabía que era la última madrugada, así que aprovecharon para abrazar a doña Xinia y acompañarla hasta que el sol decidió salir. La cuenta regresiva seguía sin tregua.
La mesera no paraba de agradecer el cariño, recordar historias positivas y negativas de su paso por Chelles y llorar cuando se le preguntaba por el futuro. “Para mí este no es un trabajo, es una pasión; bueno, era una pasión”, aseveró aquella mujer.
Desde la cocina, José gritó, muerto de risa: “¿Y por qué nadie habla de la comida?”. Después de nueve años de trabajar en el sitio, el cocinero reconoció que desde el 2015 se notaba la disminución de comensales y la situación se volvió apremiante. “Es un cierre lamentable, más para uno con hijos, con tantos gastos ahora que empezaron las clases”, manifestó.
El gentío empezó a poblar el bulevar de la avenida central aquel sábado. Afuera la ciudad comenzaba a bullir, mas, adentro, solo unos poco vivían el drama en la histórica esquina y pocos entraron a unirse al adiós.
Pasaron más de 14 horas antes de que llegara el cierre definitivo. No hubo milagro para Chelles. Antes de medianoche, se le colocaron las puertas a los marcos que nunca las necesitaron: 24 horas al día, 7 días a la semana. La ciudad siguió igual y Chelles desapareció.