La literatura del esparzano Hernán Elizondo Arce: Memorias de una diáspora

Su narrativa refleja la problemática rural de gentes desplazadas por el latifundio y el “progreso”, a través de los ojos de un escritor cuya vida transcurrió en esas tierras y entre esas gentes

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La literatura costarricense partió en sus inicios de una “mirada exterior”. En el costumbrismo de Magón y Aquileo J. Echeverría, la voz del concho o campesino está mediada por la voz de unos autores que los describían pero que no pertenecían a su misma clase social ni hablaban como ellos.

Lo mismo se puede decir respecto a la mirada que empieza a incorporar a las provincias costeras al espectro literario del país.

Guanacaste, por ejemplo, sirvió como escenario para las tensiones entre civilización y barbarie en algunas novelas fundacionales de la primera mitad del siglo XX como Manglar (1947) de Joaquín Gutiérrez, en las que una maestra meseteña, Cecilia, se enfrenta al paisaje y brusquedad de las gentes de la pampa mientras añora San José y los goces de Europa que escuchó de su padre.

Actitudes similares aparecen en el costumbrismo tardío de Alma llanera (1946), de Edelmira González, cartaginesa cuyo padre poseía fincas en Guanacaste.

Limón, por su parte, es el epicentro dramático de las luchas sociales del país contra el imperialismo, y de eso dan cuenta novelas como El problema (1899) de Máximo Soto Hall, Puerto Limón (1950) de Joaquín Gutiérrez y, por supuesto, Mamita Yunai (1941) de Carlos Luis Fallas, las cuales retratan una diáspora laboral desde el centro hacia los confines del país.

La burguesía josefina tendrá cabida en estas primeras manifestaciones literarias en obras como El primo (1905) de Jenaro Cardona, mientras que Joaquín García Monge pondrá en evidencia la tensión cultural entre el campo y la ciudad en sus novelas Hijas del campo (1900) y Abnegación (1902), pero especialmente en El moto (1900), que cierra con la huida del personaje principal “a las Salinas, al fin del mundo”, de donde se presume que eran sus padres.

De esas salinas puntarenenses proviene también ese jornalero existencialista que José Marín Cañas llamó Pedro Arnáez, aunque el narrador de la novela homónima, publicada en 1942, lo ponga en duda: “Nunca creí que Arnáez fuera de la tierra bajera del Pacífico (…). Debió venir de más al Norte, donde la gente es avispada y ardiente”.

Puntarenas entra así en la literatura nacional como corazón de las tinieblas, el lugar del que hay que salir, y eso es justamente lo que hace un Pedro Arnáez adolescente tras la muerte de su padre en un accidente de pesca: “Dicen que tomó playón adentro, hacia la montaña, vuelto de espaldas al mar”.

Heredera de esa literatura migrante, a medio camino entre el relato costumbrista y el folletín de denuncia, la narrativa del esparzano Hernán Elizondo Arce (1920-2012) refleja la problemática rural de gentes desplazadas por el latifundio y el “progreso”, pero esta vez a través de los ojos de un escritor cuya vida transcurrió en esas tierras y entre esas gentes.

Desde el año anterior, la sede de Puntarenas de la Universidad Técnica Nacional ha dedicado una cátedra a explorar su obra, y este año contó con la participación de la novelista Anacristina Rossi con una charla titulada "El limón de principios del siglo XX que todos perdimos: ¿Un genocidio cultural?”.

Crítica constante

Memorias de un pobre diablo (1964) fue el primer best-seller de la Editorial Costa Rica en unos años en que el proyecto ideológico de la Segunda República era encontrar una expresión más sublimada, menos radical que Calufa, para expresar los problemas sociales del país.

Pero más allá de la apropiación institucional de su obra, Elizondo Arce articula una crítica constante de ese mismo proyecto político que lo adoptó.

Desde la crítica a la educación y sus promesas de avance, de la inmoralidad generalizada y la religiosidad vacía de las gentes, y de la política electoral y su incapacidad de cambiar una realidad social cada vez más enajenante, Memorias de un pobre diablo puede ser vista como un desmantelamiento progresivo de cada uno de los elementos simbólicos de la nacionalidad costarricense, hasta la fecha.

En general, las novelas de Hernán Elizondo Arce pueden ser leídas como variaciones sobre un mismo tema de desarraigo y explotación.

Si Memorias de un pobre diablo es la novela del llano y de la pobreza de los pueblos costeros, La calle, Jinete y yo (1975) es la de los infernales pueblos chicos de una sociedad cruel y excluyente que crea huérfanos y mendigos.

La ciudad y la sombra (1971), por su parte, es una novela telúrica sobre el mal, una revisión del mito de Babel, de la devastación de la naturaleza y su sustitución por la ciudad, de los arcanos prehispánicos a los reveses de la Alta Cultura.

En Muerte al amanecer (1982), Elizondo Arce narra la muerte de la hija y la convierte en símbolo de la muerte del mundo literario del padre. La degradación moral, la corrupción y la prostitución son temas centrales aquí, y los eventos se suceden como en el relato bíblico del calvario, con personajes llamados Juan, Pedro, Jesús, Magdalena, Marta, María.

Finalmente, Adiós, Prestiño (1984) es la novela del pachuco de barrio urbano, producto final y refinado de las migraciones del campo hacia la ciudad. Prestiño es hijo de mariachis atorrantes, de perdedores del 48 convertidos a la fuerza en fauna urbana pero no civilizada.

En todas estas novelas hay una crítica lo mismo al idealismo que al cinismo y al conformismo político, e incluso inusuales ejercicios de autocrítica, como cuando el personaje La Toña, de Memorias de un pobre diablo, reprocha el pesimismo del narrador.

La mayor riqueza de sus libros

Hernán Elizondo Arce filtra su sentimentalidad personal en las voces de sus personajes; es justamente ahí, en sus personajes, donde se halla la mayor riqueza de sus libros, al mostrar la gama de tipos humanos que conforman los migrantes que fueron del campo a la ciudad y cambiaron su oficio, pero no su miseria.

Las novelas de Hernán Elizondo Arce dan cuenta de la hermandad que une a los pobres urbanos retratados en A ras del suelo (1970), de Luisa González, con los empleados públicos cansados y derrotados de Los perros no ladraron (1966) y Diario de una multitud (1974), de Carmen Naranjo, y hasta nuestros días con los personajes marginales de Única mirando al mar (1993) y Los Peor (1995) de Fernando Contreras Castro.

Su obra es un eslabón imprescindible para entender los conflictos y sensibilidades particulares que dieron lugar a una clase trabajadora nacional que no solo sigue estando excluida de los procesos políticos, sino que también, recientemente, está cada vez más ausente en la literatura nacional de un modo que la retrate como algo más que fetiche lingüístico (como en El emperador Tertuliano y la legión de los superlimpios, de 1992, de Rodolfo Arias Formoso) o de simple depositaria de la violencia criminal, como ha hecho gran parte de la narrativa urbana reciente.

Volver a estos libros es hacer un intento por entendernos como país migrante, inhóspito, excluyente, pero también amplio en lo geográfico y lo humano. Al menos, ciertamente, más amplio que los límites simbólicos que limitan al país a una cosa que existe entre Paraíso de Cartago y San Ramón de Alajuela.