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Hector Berlioz (1803-1869) es un compositor importante del romanticismo. Esta fotografía de 1863 es de Pierre Petit. Foto: Wikimedia Commons.
Todo cuanto en la vida de Hector Berlioz puede hacernos el efecto de exceso, extravagancia, teatralidad; todo lo que en su vida hay de rocambolesco y abracadabrante, se explica en virtud de una imaginación febril, nutrida por la literatura romántica, y una hipersensibilidad privilegiada, que podía jugar a su favor, pero también causarle hondos dolores. Esa hipersensibilidad era su rasgo más determinante y característico, el eje mismo de su personalidad.
Tan pronto se recupera del sismo Camilla Moke, Berlioz vuelve a la carga con Harriett Smithson. Es un enamorado “de traba”: no abandona una obsesión si no es para colgarse de otra. Necesita vivir enamorado: es una adicción que fecunda su creatividad y llena su vida de magia. Cabe preguntarse, ¿a quién amó realmente Berlioz? ¿A Harriett o a Ofelia, el personaje de Shakespeare?
En todo caso, corre a organizar un concierto con su revolucionaria Sinfonía Fantástica, y Lélio, o el retorno a la vida. En esta última, Berlioz intercala estratégicamente una frase cantada por uno de los solistas: “¡Ah, si yo pudiese encontrar a esta Ofelia que mi corazón anhela!”. Harriett se siente interpelada, y acepta conocer a su admirador. Lo encuentra fascinante, pero no precisamente el tipo de hombre que le garantizaría una familia estable.
Ante su prudente negativa, Berlioz, desesperado, se envenena en su presencia. En sus Memorias leemos: “Sublime tormento… Risas crueles por mi parte… Vuelvo a la vida al oír sus palabras de amor… Ipecacuana… Vómitos durante dos horas… No quedan más que dos gramos de opio… He estado seriamente enfermo, pero he conseguido sobrevivir”. Sí, amigos, ese era Berlioz: al volcán Etna no se le puede pedir sensatez.
Descenso al reino de la antipoesía
Berlioz se casa con Harriett. Miel sobre hojuelas. Se gana la vida como crítico musical, profesión que ejerce con lucidez ejemplar, elevando esta práctica a niveles que aun no han sido superados. Él y Schumann, fundador y editor de la “Nueva Revista Musical”, son los dos más preclaros críticos que la historia de la música nos ha legado. Sus comentarios sobre las Sinfonías de Beethoven (autor por el que sentía veneración) son de una inmensa belleza literaria.
Sin embargo, ¡ay!, el dolor no tarda en tocar a su puerta: Harriett sufre un derrame y queda confinada a la silla de ruedas. Esto supone tremendas erogaciones que Berlioz no puede sufragar.
Su música no le genera réditos. Cosas de la vida: todo el mundo en París sabe que Berlioz es un genio, pero nadie gusta de su música. Es ovacionado en Alemania, Inglaterra y, sobre todo, en Rusia, en San Petersburgo, donde su obra impresionará hondamente a los jóvenes maestros de la escuela rusa (Chaikovski, Mússorgski, Rimski-Korsakov)… El único lugar del mundo donde jamás logró consolidar un público fiel fue en Francia: lo resintió desde el fondo del alma y hasta el final de sus días.
Entretanto, y ante una Harriett que se va apagando como un triste cirio, Berlioz se enamora de una corista de la Ópera de París: María Recio. Es una mujer bella, pero indeciblemente cruel. Llega a la residencia del compositor y pregunta por la “Señora de Berlioz”, al atenderla Harriett, desde su silla de ruedas, la cantante le espeta: “No: usted es una inválida, aquí la verdadera señora de Berlioz soy yo: María Recio, la bella, la saludable”. Sí amigos: es como para añadirlo a la Historia universal de la infamia, de Borges.
Harriett muere, convertida en una sombra de la esplendente mujer que alguna vez fuera; seis meses más tarde, Berlioz se casa con María. La locura de amor dura poco: la nueva esposa muere inopinadamente a los 48 años. He aquí a Berlioz, nuevamente -y ahora para siempre– viudo.
El vórtice del dolor
Transcribo a continuación una confesión de Berlioz. Es lo más doloroso que en mi vida he leído.
“En momentos en que la salud de mi esposa me producía cuantiosos gastos, la inspiración me trajo una noche el esquema de una sinfonía. Tenía en mi mente el primer trozo íntegro: un Allegro en La menor. Me arrojé de la cama para escribirla cuando pensé: si empiezo este trozo me tentaré y escribiré toda la sinfonía. Invertiría tres o cuatro meses en este trabajo. No publicaré crónicas musicales. Por lo tanto mi renta disminuirá. Luego, cuando esté terminada mi sinfonía, no tendré fuerzas para resistir a las instancias de mi copista: dejaré que la copie, contraeré así una deuda de 1.200 francos. Luego no podré resistir la tentación de hacer oír la obra; daré un concierto que apenas cubrirá la mitad de los gastos. Perderé lo que no tengo, no podré darle lo necesario a la pobre enferma y no tendré dinero para afrontar mis gastos personales ni con qué pagar la pensión de mi hijo en el barco en el cual próximamente navegará. Estas ideas me dieron escalofríos y arrojé la pluma diciendo: ¡Bah!, ¡Mañana habré olvidado mi sinfonía! A la mañana siguiente volvió a presentárseme la obstinada sinfonía resonando otra vez en el cerebro; oía claramente el Allegro en La menor. Más aun: me parecía verlo escrito. Me desperté presa de afiebrada agitación. Oía cantar el tema, cuyo carácter y forma me complacían en extremo; iba a levantarme…, pero las reflexiones de la víspera me retuvieron una vez más; me sostuve contra la tentación, me aferré a la esperanza de olvidar. Por último me dormí, y, cuando desperté a la mañana, todo recuerdo, en efecto, había desaparecido para siempre.”
No tengo comentario que añadir a este desgarrador testimonio. Berlioz lo dice todo. El horror del filicidio.
La garra de la soledad
En 1867, su único hijo, Louis, miembro de la marina mercante, muere en La Habana de fiebre amarilla. Berlioz se entera del deceso varios meses después. Está solo en el mundo. Francia sigue sin apreciar su música. No tiene un público que lo ovacione y aprecie en su justo valor.
Berlioz está enfermo –la dolencia de Crohn– y después de su ópera Beatriz y Benedicto –irónicamente, una comedia– deja de componer por los últimos seis años de su vida. Publica un tratado de orquestación que se convierte en obra de consulta obligatoria para todo compositor.
Vaga melancólico por el cementerio de Montmartre. “Dios es estúpido y cruel, en su infinito silencio”, rumia amargamente. Elige el lugar de su tumba, lejos del puente, “a fin de que los borrachos no vengan a orinar y escupir sobre mi lápida”. Es, entonces, que decide visitar a su amor de adolescencia, Estelle. En el cementerio conoce a una joven misteriosa, una tal Amélie, que lo acompaña en sus paseos entre criptas, bóvedas y columbarios. Nadie sabe si esta providencial Egeria le habrá dado un poquito de ternura para sus últimos años. Esperemos que así haya sido.
Alicaído como un sauce que se deshoja, abismalmente solo, Berlioz muere el 8 de marzo de 1869, a los 65 años. La ingrata Francia que nunca lo comprendió y tan insensible fue a su inmenso legado musical, lo honra con funerales de Estado.
En nuestra próxima y última entrega comentaremos la obra de Berlioz. Será una bella travesía sobre un océano de música hermosa, hermosa, ¡ah, tan hermosa!