Eunice Odio en Nueva York, ciudad transfigurada

Aunque desde su percepción poética la ciudad se define como un espacio de transfiguraciones y experiencias espirituales, es también un ámbito de análisis e investigación

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La estadía de Eunice Odio en la ciudad de Nueva York ejerce en su espíritu una fascinación enorme. Se enamora de su luz y sus rascacielos, de su río Hudson, de sus viñedos. Ante ella se abre un espacio maravilloso, cuya luz “transfigura” la realidad circundante, como le sucede a una torre detrás de la cual se posan los rayos del sol:

“Desde la ventana de la casa en que viví en Nueva York, durante unos cuantos días de algunos otoños, vi a una torre transfigurarse. (…) Cierto día el sol se puso exactamente detrás de ella. Entonces la sumergió en un océano de luz que totalmente le disolvió la materia. Por algunos instantes, la torre fue, desde lejos, un prodigioso ser de oro gaseoso, una figura feliz entregada al paraíso de la luz. Lo que relato no es el producto de mi fantasía. Con ser prodigioso e inefable, es rigurosamente exacto y verídico”.

Esta percepción luminosa transforma la materia de los rascacielos, “incendia” los cristales y toda la ciudad se mimetiza en un espectáculo cambiante, fugaz y eterno a la vez: “Y luego, en la tarde, observa los edificios: mil millones de vidrios se incendian bajo el sol. Los edificios de Nueva York se convierten en ascuas vivas. Y luego en la mañana –como lo dice el poema (es la pura realidad observada “objetivamente”) los edificios–, el Empire State y cientos más se pierden (ya sea total o fragmentariamente). Por ejemplo, el Empire puede dejar ver sólo la parte central de sus 108 pisos, mientras que la inferior y superior quedan ocultas por las nubes. O bien puede que lo único que de él se vea, sea la enorme antena, sobresaliente entre los nimbos y dando, a nuestros ojos, una fantástica visión rimbaudiana (arrebatados a las nubes como profetas)”.

La naturaleza cobra “un sentido lúdico-fantástico-estético” en que “los elementos intangibles –digamos más espirituales– de la naturaleza, entran en los seres para transfigurarlos”.

En una carta a Juan Liscano le cuenta su primera experiencia con una “tormentaza” de New York, deslumbrada ante el fenómeno atmosférico que describe en términos hiperbólicos: lo que observa es una tormenta “con toda la barba”, una tormenta “ciclópea”: “Pero las increíblemente maravillosas (para quienes amamos, adoramos y nos quedamos estáticos ante la tormenta), son las de la primavera y el verano. Porque entonces parece que el mundo entero se desplomará dentro de un segundo ¡menos Nueva York! Tú sabes que Nueva York resiste… Tú te das cuenta de que es incólume. Sus edificios, fuertes y misteriosos como soldados, son más fuertes que el rayo; más agudos que el relámpago”.

Un río inmenso y profundo

Quizá la fascinación más profunda de Nueva York es provocada por el río Hudson. Su amor por Nueva York y por el inmenso y profundo Hudson queda patente en el extraordinario poema En la vida y en la muerte de Rosamel del Valle, cuyo deceso acaeció el 22 de setiembre de 1965, cuando “acaba de dar la última campanada del verano”.

En este canto revive el tiempo que compartió en Nueva York con él, con Humberto Díaz-Casanueva y Mireya, su mujer, así como con Teresa Dulac, “la de Rosamel”, con quienes solía dar largos paseos por las márgenes del río. Emprenden “un viaje atmosférico, a la ciudad “jamás vista por el mar”. Con el desplazamiento a esa ciudad no tangible, entran en una especie de ensoñación: “Un sueño largo, un sueño que jamás habíamos soñado, / ha tomado el lugar de nuestros semblantes”. De repente se vuelven “transparentes y prodigiosos” y en “el alba de un día con potestad sobre los puntos cardinales” bajan a la ciudad en donde Rosamel-Orfeo “tiene una flauta que gira en la vertiente”.

En ese “locus amoenus”, bajo el influjo de la flauta de Orfeo, da inicio el extraordinario canto al Hudson, especie de extensa letanía alegórica al hermoso río, que detalla la categorización de orden espiritual que configura el espacio, transformándolo en un ámbito de concurrencias místicas: “Hudson hecho de la materia del paraíso”; “Hudson desentrañando la figura invisible de la profundidad”; “Torre con nombre de transparencia y altura de paloma”; “Amado, amante Hudson poseído por criaturas inmensas”. El despertar da fin a las imágenes oníricas, dando paso a la realidad: “Todos estamos sucediendo siempre en el mismo lugar donde posamos”, lugar donde vida y muerte, sueño y vigilia se confunden y entrelazan, ante el eterno enigma entre sueño y vigilia.

Del plano onírico a lo cotidiano

La actividad literaria de Eunice durante su estancia en Nueva York es prolífica. Traduce, publica en revistas prestigiosas –Cuadernos americanos, La vida literaria, Revista de Bellas Artes– y en varios periódicos y perfecciona el inglés, sobre todo estudiando a los poetas de la generación beatnik y compartiendo con la gente.

Aunque desde su percepción poética la ciudad se define como un espacio de transfiguraciones y experiencias espirituales, es también un ámbito de análisis e investigación. Nueva York es observada por la escritora desde un sentido pragmático, sociológico. Aun cuando reconoce que Estados Unidos es “el paraíso del proletariado”, efectúa una visión crítica hacia algunos aspectos sociales que no comparte, como la crisis de valores, los beats, la escasa participación en la educación de los niños de parte de las madres norteamericanas, muy imbuidas en la inserción laboral,

“Yo he vivido aquí cerca de tres años –agosto de 1959 a marzo del 1962–. Observé muchas cosas y sigo haciéndolo. Y, cada vez me convenzo más que ese país, que es realmente un modelo de justicia social, y el verdadero paraíso del proletariado, es el desastre más acabado (y eso no puede decirles nada a los marxistas), desde un punto de vista no material, sino moral. Los beats –y su libro maestro NAKED LUNCH, debido al Papa de ellos, y el verdadero genio del grupo, en mi opinión, llamado Burroughs, a quien sin duda habrás leído–; el pop-art, y los delincuentes juveniles, no son otra cosa que expresiones diferentes de un solo desastre étnico-estético.”

De modo que la realidad circundante de esa ciudad que amó tanto, constituyó un motivo de análisis y reflexión. No obstante, su vivencia de la ciudad de Nueva York ejerció sobre la poeta un influjo benéfico en muchos aspectos, “un hecho azaroso –una verdadera catástrofe–” que la hizo regresar a México.