San José, 1985. La capital era otra y Paúl Benavides Vílchez también. “Escribí en servilletas poemas turbios y alambicados para atrapar a alguna dulce figura sentada en otra mesa del bullicio”. Del bar La Embajada a otra buhardilla, un náufrago-poeta.
Heredia, muchos años antes. “La infancia vuelve con el girasol y el relámpago”, escribe el poeta de hoy, pensando en el niño. Todo es bruma, pozos de agua sucia, difíciles de leer pero inolvidables.
De la infancia a la adolescencia del febril compromiso político de los tardíos 70, de allí, a través de los agitados 80, una década irrecuperable, pero no perdida, sino vivida hasta gastarla. Al final del libro, el poeta, Paul Benavides, capaz de mirar atrás y compartirlo.
Apuntes para un náufrago, recién editado por Letra Maya, es una colección de poemas en prosa del autor de Duelos desiguales (Euned, 2012), una autobiografía empapada de ficción. Es un relato de heridas abiertas y sus curas temporales y definitivas. Es una reconciliación del autor con su pasado y con su oficio, a la vez que un desafío.
Conversación abierta
Una mañana, en el café del Club Unión, Benavides recordaba cómo nació el libro, primero como un reto estilístico como poeta y, luego, como un reconocimiento de las partes oscuras de una vida que ahora alcanza 51 años.
“Creo que el escritor tiene que explorar, no puede quedarse solo en un modelo o estilo porque resulta cansado. El poeta y el escritor cambian. No concibo un poeta que escriba igual hoy que dentro de 40 años, eso me parece una tortura”, dice el autor.
Fijándose en el legado del poema en prosa de América Latina, con afinidad por Octavio Paz, Carlos Fuentes, Dulce María Loynaz y otros autores, Benavides empezó a escribir Apuntes para un náufrago dejándose llevar por las posibilidades expresivas de un género que ha servido para tocar coyunturas históricas y sociales complejas en nuestros países.
“Yo comienzo escribir y me dejo llevar. Es una narración que no se pone cortapisas, que no me planteo qué es lo que quiero contar o narrar, sino que va fluyendo”, considera. “Esta es una especie o intento de biografía poética sin que sea efectivamente una biografía. Todo ejercicio de la memoria resulta un invento. Si me preguntan qué pasó a los cinco años, tengo un leve recuerdo, pero lo que recuerdo es lo que yo ficciono”.
El libro empieza con destellos de su infancia, pero toma fuerza en sus 18 años, “cuando no sabía qué hacer ni para adónde agarrar: no estudiaba, no hacía nada, no quería hacer una cosa ni otra”.
Encontró alguna dirección acercándose a movimientos políticos de izquierda y, especialmente, en compañía de los salvadoreños, guatemaltecos y nicaragüenses que se refugiaban en Costa Rica. “ Y tomábamos generosas cantidades de licor en Heredia… Arreglábamos y desarreglábamos el mundo”.
–¿Qué cree, viéndolo ahora, que lo atrajo a ese ambiente?
–La búsqueda de mí mismo. No sabía para dónde agarrar y lo que uno hace es tratar de ir hacia el fondo de uno mismo. Esa duda existencial te conduce a mundos que no tenés pensados. ”De repente estoy con una dirigente estudiantil de Guatemala y con un exguerrillero salvadoreño y un exmiembro del Ejército Sandinista de Liberación Nacional, que me llevan tres o cuatro años, pero varias vidas por delante.
”Comienzo a entender esa realidad centroamericana y que ellos venían de una especie de infierno, huyendo. Muchos venían a salvar su vida. Decidí marcharme de casa un tiempo, que se prolongó por cuatro o cinco años, mientras me buscaba.
”Ese proceso fue maravilloso, luminoso, oscuro, tétrico, sombrío, pero, al final de cuentas, me da lo que yo andaba buscando, la respuesta de ciertas preguntas y la profundización de otras dudas. Todo eso me permite luego escribir. Es un material de vida que se fue acumulando por años. Mientras otros amigos me ganaban la batalla de la vida (se graduaban, tenían familia, casa, carro…), yo andaba por ahí, viendo pasar el carro de la vida”.
–¿Desde entonces escribía?
–Algunas cosas, pero leía mucho más. Siempre he sido más lector que escritor. Obviamente tuve un contacto con Borges y con toda la literatura poética centroamericana. Pasar por diferentes oficinas burocráticas, hacienda, educación, economía, en los sótanos acomodando papeles… horrible, para alguien que quería leer poesía. Es bastante traumática, más que pasar noches oscuras sin vela.
”La lectura me permitió sostenerme. Siempre pensé que me salvaba más que tener un empleo fijo o que tener dinero. Siempre pensé que la literatura era una especie de barco en medio del mar”.
–Es un espacio de defensa de la autonomía, de cierto modo.
–De defensa frente a la parodia absurda del mundo. Frente a esta cosa tan maravillosa y oscura que es la existencia, la literatura sigue siendo el bálsamo, la herramienta, el refugio…
–¿Cómo fue ese ejercicio de volver la mirada hacia atrás y tratar de narrarse?
–Es un ejercicio de la memoria y todo ejercicio de la memoria pasa por cierta honestidad intelectual y emocional, pero, en mi caso, también por la ficción y la creación poética. Me permite ver el pasado con cierta claridad, más claridad que objetividad. La claridad es cuando uno ve el pasado y lo puede ponderar, medir, sopesar y decir, bueno, esto viví, esto asumí vivir; no fue que la vida me llevó, hay una decisión, incluso en la derrota o el triunfo.
”Lo veo con claridad, lucidez, es parte de lo que soy. No me hace ni sentir mejor o peor, simplemente sucedió. Fue una búsqueda, me encontré, me busqué. Puede ser que sí, que sí fuera mi temporada en el infierno, algunas partes, pero también la pasé divinamente. Son momentos maravillosos. Este ejercicio, a esta edad, me permite saber para dónde voy, qué tipo de literatura quiero hacer. Como decía Cesare Pavese, la poesía nos permite defendernos frente a los agravios del mundo. La poesía me permite expresar ese desajuste con la existencia.
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Le han preguntado a Benavides si aquella época fue su “temporada en el infierno” y duda. Dice que tal vez, pero que igual la pasó “divinamente”. “Partes mías de las que me negaba a hablar en este libro las toco”, dice. Puede porque se siente seguro de su lenguaje: “Cuando uno se va a revelar y abrir a los demás, hay que tener plena conciencia y estabilidad emocional de que puede hacerlo sin que le afecte. La poesía es un desnudarse, exponerse. Eso tiene un costo emocional”.
En Apuntes para un náufrago abunda la contraposición de luz y oscuridad, y esa tensión atraviesa todo el libro. Hay caos y claridad: “El caos me sedujo por mucho tiempo. Siempre enredo tras enredo, bronca tras bronca; tras de eso, mojado en alcohol, peor todavía. Logré dejar de tomar a los 33 años”.
Hay una convicción de que la vida es una “pasión inútil”, pero a lo largo del libro hay muchísimo placer también, mucho amor, un “mar de contradicciones” pero también uno de placeres. El primer deleite es el lenguaje, tratado con cariño por un poeta que no le teme a las palabras grandes en una época alérgica a ellas. Abre las puertas de su casa y nos deja entrar.