“Mi vida ha sido capricho, impulso, pasión, anhelo de la soledad, mofa de las cosas de este mundo, un profundo deseo de futuro”. Así se autodefine Edgar Allan Poe. ¡Qué actuales, qué vigentes, qué próximas a nuestros corazones son la figura y la obra de este catador profesional de tinieblas! ¡Qué nuestro sigue siendo este explorador de las oscuras cavernas subconscientes! Cuentista, poeta, novelista, ensayista, crítico literario, y por añadidura criptógrafo, ajedrecista y distinguido jugador de damas españolas.
¿De dónde procede Poe? De la novela gótica inglesa, americana, alemana y, por supuesto, romántica (dejó un lustro de su infancia en Inglaterra): Walpole, Hawthorne, E.T.A. Hoffmann, Keats, Walter Scott, Mary Shelley (la autora de Frankenstein), Lord Byron, Glanvill, Radcliffe… y hasta uno que otro trazo de Bocaccio. Los absorbió, los leyó con pasión, escribió en torno a ellos, y no ocultó nunca la influencia que sobre él ejercieron.
¿Adónde nos lleva? A todo escritor que le sucediera: la novela gótica victoriana (La vuelta de tuerca, de James; El retrato de Dorian Gray, de Wilde); la novela detectivesca de Conan Doyle, Agatha Christie y Georges Simenon; la ciencia ficción de Julio Verne, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury; la narrativa del boom latinoamericano (Poe está presente en Borges y en todo Cortázar, quien tradujo sus cuentos completos); en Kafka, Dostoievski, Mann, Debussy (autor de una ópera hoy en día olvidada sobre La caída de la Casa Usher); Rachmaninoff (que compuso una obra coral basada en el poema “Las campanas”); los cientos de adaptaciones cinematográficas de que sus obras han sido objeto (en particular las películas de Roger Corman: La caída de la Casa Usher es una pequeña obra maestra), así como de la serie española Historias para no dormir, por mencionar tan solo dos ejemplos.
Y dejo para el final la más grande progenitura de todas: los poetas malditos (Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Lautréamont) de la generación simbolista francesa. Añadamos a Bram Stoker con su Drácula, producto de los cuentos poeianos vinculados con el tema de la vida en la muerte. Fue precursor de la hipnosis y el psicoanálisis. El primer escritor americano que declinó los mecenazgos y vivió exclusivamente de su trabajo.
El tenebroso, el hipersensible Poe nació en Boston en 1809 y murió en Baltimore en 1849 (¡apenas cuarenta años de vida!) Hijo de actores trashumantes. El padre desertó de su familia. La madre (cuya inasible reminiscencia subconsciente nunca logrará reconstruir), murió cuando el niño contaba dos años. Esa edad de la que no se recuerda nada –los recuerdos habitan el subsuelo de la conciencia–. Por ahí anduvo siempre la imagen de la madre, ¡tan cercana, casi al alcance de la mano, y al mismo tiempo tan lejana! Como el “Rosebud” de Citizen Kane: mundo pequeñito, cerrado, cercano, ¡pero inaccesible! Fue recogido –porque nunca adoptado legalmente– por la familia de John y Frances Allan, de Virginia. Su imaginación se alimenta de los relatos de terror que los negros, en las plantaciones de algodón, improvisan durante las noches de luna llena. Se malquista con su detestable padre adoptivo, que quería a toda costa hacer de él un militar y lo envía a West Point. ¡Poe el soñador, el melancólico, el poeta de lo infinito, cargando un rifle al hombro toda la noche! ¿Puede imaginarse peor disparate? Lo desheredan y ponen de patitas en la calle. Se enamora perdidamente –¿o “encontradamente”?– de Virginia Clemm, su prima, con la cual se casa cuando esta tiene apenas trece años, y él le dobla la edad. La esposa de su alma muere de tuberculosis después de penosísima agonía. La herida nunca cicatrizará. Es la segunda mujer que lo “abandona”. Desde entonces la mujer se confundirá para siempre con la muerte en la imaginación de Poe. Llanto infinito por la mujer perdida (Annabel Lee, Ulalume, Morella, Berenice, Ligeia, Madeline Usher, Leonor). Diversas y sin embargo la misma, multiformes apariciones de la madre que pervive aún y siempre entre los resquicios del recuerdo y el olvido. Se gana la vida escribiendo artículos literarios en revistucas y periodicuchos que no lo merecen. Nunca logra cristalizar su proyecto de fundar un periódico propio (The Stylus).
Lo atormenta el demonio del alcohol, ocasionalmente el opio. No encuentra alivio al dolor por la muerte de Virgina: es como si le hubiesen amputado la mitad del ser. Surge en 1829 su primer libro: Tamerlán y otros poemas, luego Cuentos de lo arabesco y lo grotesco, y su única novela, Arthur Gordon Pym (relato al que Julio Verne daría continuación en su conmovedora novela La esfinge de los hielos). La causticidad de la pluma crítica de Poe no contribuye a crearle nuevos amigos. Acusa a sus colegas de plagio… y esto no le acarrea precisamente sonrisas. Soledad y anhelo infinito de ternura.
En octubre de 1849 alguien encuentra en una sórdida taberna de Baltimore a un hombre en harapos, sucio, moribundo. En el hospital se determina, después de larga pesquisa, su identidad: Edgar Allan Poe. Agoniza, hundido en un coma alcohólico durante dos semanas. “Padre, Padre, ten piedad de este pobre miserable” –dice en un último intervalo de lucidez–. Presumiblemente, los “pescadores de votos” lo habrían embriagado para hacerlo votar por el candidato de su preferencia, práctica no infrecuente durante las elecciones locales de aquellos tiempos. Su tumba es visitada todos los años por un desconocido que deja sobre la lápida una botella de coñac y un ramo de rosas rojas. Su cuento postrero: su propia leyenda.
Poe fue siempre un hombre errante. Lo propio de los seres descontentos con ellos mismos, que asumen que “en otro lado la vida será quizás mejor”. Grave error: no por cambiar de castillo va uno a cambiar de fantasmas. Boston, Filadefia, Nueva York, Baltimore… Nunca estuvo en Francia, y sin embargo, su más famoso personaje es francés: el detective Auguste Dupin. Sin él el riguroso método deductivo –y aun la personalidad– de Sherlock Holmes serían inconcebibles. Dupin, sofisticado, lacónico, razonador impecable, aparece en tres relatos: “El misterio de Marie Rogêt”, “Los crímenes de la calle Morgue” y el mejor de ellos: “La carta robada”. Celebraciones del raciocino puro. A través del analítico Dupin (como del ajedrez, las damas españolas, la criptografía, la cosmología y el mesmerismo, disciplinas que lo obsesionan), Poe intenta proyectar algo de luz sobre un mundo interno que sabe caótico, oscuro, larval. El gesto consistente en invocar la razón deductiva tiene en él un origen existencial, y no es una mera innovación temática. Se trata de una desesperada manera de dotar de una estructura racional a ese ser suyo, encadenado a la locura y las tinieblas. El chevalier Dupin es el directo progenitor de Sherlock Holmes (Conan Doyle), de Hércules Poirot y Miss Marple (Agatha Christie), del inspector Maigret (Georges Simenon), y de todos los detectives de las series de televisión americanas.
Baudelaire amó tanto a Poe que en algún momento sostuvo ser su reencarnación, su Döppelganger. Poe y Baudelaire escribieron ambos bajo la misma latitud espiritual. El poeta francés es autor de la primera traducción del obsesionante poema “El cuervo”… y fracasó. Otro tanto le sucedió a Mallarmé. Y ello nos lleva al viejo tema de la intraducibilidad de la poesía. El cavernoso, retumbante estribillo de “El cuervo” (“Quoth de Raven Nevermore”) no tiene equivalente posible ni en francés ni en español (a pesar de la espléndida traducción de Pérez Bonalde). Baudelaire y Mallarmé se devanaron sus poéticos sesos tratando de encontrar un equivalente francés de la palabra Nevermore. Tenía que evocar la misma sonoridad oscura, contundente. ¡Y lo mejor que pudieron encontrar fue jamais plus! Así como suena: inadecuadamente grácil y casi melifluo. No es culpa de ellos: en rigor, “El cuervo” es un poema intraducible, un poema escrito antonomásticamente para la lengua inglesa.
Poe es amado por haber tenido la valentía de formular lo indecible, por haber dado forma literaria –y a ayudarnos así a domeñarlos– a nuestros más ominosos fantasmas. ¡Alguien tenía que hacerlo, y ciertamente nadie antes de él lo había hecho tan plenamente! El mundo le teme y lo adora al mismo tiempo: no nos gustan los temas que trata… porque son los temas sin voz, los terrores reprimidos, la angustia de morir. Le tememos y a la vez nos fascina: mysterium tremendum, mysterium fascinosum. Su obra no es un elogio a la muerte: es un valiente acto de exorcismo. Si hay un sentimiento antropológicamente definitorio del ser humano este es el terror metafísico. Poe sacó a la luz eso que Freud llamó Unheimlich: lo oculto, lo subterráneo, lo amenazador, lo que solemos hundir en la tiniebla. Gracias, maestro, por habernos ayudado a descubrirlo.