Covid-19: Saramago, Camus o el síndrome del cangrejo

La peste siempre volverá: la oracular circularidad del enemigo, y el lúcido gozo de Sísifo

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Sucede que, muy de vez en cuando, el ser humano desanda el camino transitado; y en una danza entre la poesía, la metáfora y el no-sé-qué, adopta el perfil anquilosado de un crustáceo decápodo, que camina con la intención de encontrar lo que en alguna oportunidad descubrió y no sabía que había perdido.

Los cangrejos, por supuesto, no son seres reflexivos. No se detienen frente a un espejo a mirarse las marcas tatuadas por el tiempo. Tampoco reparan en las huellas dibujadas en la arena, huérfanas y a merced de una historia que nació para ser contada, pero que muy pocas veces se recuerda entre tanto vaivén de hojas entintadas y memorias de otras épocas.

La Literatura, como la Música y otras nobles artes, con relativa frecuencia desdobla la dichosa relación espacio-tiempo y abre una grieta entre la realidad y la ficción. En aquellas ocasiones, como cuando Kafka descifra que Gregorio Samsa encarna lo ingrato de la condición humana, las máscaras, los caparazones y las analogías fantásticas son solo una excusa para encontrarnos a nosotros mismos en el laberinto de la consciencia.

El tiempo, a veces circular, por circunstancias azarosas se encarga de reunir personas, momentos o palabras que dialogan para darle sentido a las meditaciones más profundas, los eventos más surreales o alguna de las tantas casualidades que suelen unir puntos aparentemente inconexos en esta telaraña de relatos que llamamos vida.

Como seres supersticiosos que somos, la aparición de una catástrofe de las proporciones del covid-19 siempre invita a desempolvar libros que, por su carácter casi bíblico, parecen haber vaticinado el mundo en el que actualmente habitamos. Y mientras las manecillas del reloj siguen formando espirales, y el cangrejo retrocede creyendo que avanza, en algún punto Camus y Saramago son profetas y nuestro destino parece un cruel déjà vu.

La peste y Ensayo sobre la ceguera aparecieron por primera vez en 1947 y 1995, respectivamente. Los más ávidos analistas encontraron en ambas obras paralelismos con epidemias y desastres naturales o sociales que habían azotado a la humanidad en tiempos recientes. Los dos nobeles de Literatura ofrecían una lectura interesante de aquellos acontecimientos.

Camus presentó su libro como un esperanzador recuerdo de la peste bubónica que se ensañó con los habitantes de la ciudad de Orán, en su natal Argelia. Saramago, por su parte, escogió la epidemia de ceguera como un argumento narrativo y metafórico para que su cruento ensayo, disfrazado bajo la sutileza del género novelesco, pintara un lienzo que recuerda la catastrófica y sanguinaria imagen que evoca el Guernica, alegoría de nuestra naturaleza autodestructiva y peligrosamente demencial.

En ambos relatos, la aparición de una epidemia supone asimismo la proyección de una distopía –aparentemente- inconcebible. No obstante, el hilo que une los mundos que construyen Camus y Saramago revela que el delirio no es un diabólico espejismo, sino un reflejo de la figura putrefacta que Dorian Gray intentaba ocultarle a su pernicioso espíritu, borracho de mentiras e indigestado de alucinaciones.

Quizás por ese motivo La peste continúa asociándose a la filosofía del absurdo. Sísifo, representante inequívoco de la tenacidad e imprudencia humana, empuja su destino hasta la cima únicamente para verlo caer de nuevo.

La peste o la ceguera son solo aforismos fonéticos que nos ayudan a nombrar todo aquel padecimiento que se escapa del control de nuestras frágiles manos. En su infructuoso intento por evitar que la piedra caiga y repita su ingrato devenir, la ceguera, la peste o un virus de procedencia insospechada demuestran que Sísifo, así como el dios Atlas, descuenta una condena eterna. Y su rostro, el de un desquiciado antihéroe y rebelde sin causa, desnuda nuestro egoísmo, apatía e inmoralidad. Al mismo tiempo, y por una artimaña del eterno retorno descrito por Nietzsche, Sísifo se apresura a empujar la piedra de vuelta a la colina para salir de un bucle (o una cárcel) que él mismo fabricó.

Saramago, consciente de que la patología no obedece a los efectos de un agente externo -sino todo lo contrario- detalla el origen endógeno-sociológico de las desgracias que persiguen a una comunidad que, aunque es capaz de ver, le resulta imposible reconocer la imagen que mira frente al espejo.

Así pues, enajenados, confundidos y frustrados, los personajes de Ensayo sobre la ceguera encarnan la podredumbre que carcome el espíritu de las sociedades humanas desde tiempos inmemoriales. Solo uno de ellos, una mujer casada con un médico, sobrevive a un brote de ceguera inexplicablemente contagioso.

Camus, como su homólogo portugués, explica la enfermedad de Orán a partir de un cuadro etnográfico que rescata el peregrinaje redentor de un mosaico de personalidades que incluye a doctores, prófugos de la justicia y otros. Todos ellos descubren el significado del trato humanitario y el valor de la vida, insoportablemente leve y profundamente absurda. Por ese motivo, el autor francés propone que la lucha contra la peste carece de sentido. Sus zarpazos, inevitables como la lluvia que erosiona las piedras y esculpe la arena, revelan que la existencia es un acontecimiento demasiado extraordinario como para ignorar sus rasgos: su efímera belleza; y su carácter despiadadamente irrepetible.

Los muchos lectores que en el 2020 re-leen a Camus y Saramago, de nueva cuenta echan a andar la máquina del tiempo. A través del lente, observan la alquimia del hombre-cangrejo, que se arrastra a través de migajas de minerales y roca molida.

Ciego y enfermo, víctima de un suicidio anunciado, el cangrejo regresa –casi sin quererlo, casi sin evitarlo- a la penumbra que –paradójicamente- oxigena sus branquias. Al cerrar la tapa de los libros, la peste y la ceguera parecen ya un borroso recuerdo; un augurio improbable. El “minúsculo virus” se ríe de la memoria del amnésico. Y hoy, en medio de malabares microscópicos, circos dialécticos y sabiduría dogmática, la piedra vuelve a caer. Hoy Sísifo ya no llora.