Carolina Guillermet muestra una sonata de formas y colores en su exposición en el Museo Calderón Guardia

Se trata de permitir que formas y colores, como si fueran notas musicales, traspasen el umbral de la razón y nos lleguen a estratos más profundos de la sensibilidad, o si se quiere del alma

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La opción de hacer arte a base exclusivamente de colores y formas geométricas no ha dejado de ser audaz, a pesar de contar ya con una larga tradición. En efecto, ha pasado mucha agua bajo el puente desde que Hilma af Klint en Suecia, Kazimir Malevitch en Rusia y Piet Mondrian en Holanda dieran los primeros pasos en la abstracción geométrica a inicios del siglo XX. Pese al desconcierto inicial que provocaron aquellos artistas, esa forma de arte ha seguido desarrollándose en las más variadas direcciones. A mediados del siglo fue muy importante en los Estados Unidos, en las obras de pintores como Josef Albers, Hans Hoffman y Frank Stella, y posteriormente tuvo un espléndido desarrollo en Latinoamérica, sobre todo en Venezuela con los trabajos de Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez, y en Costa Rica con las lacas de Manuel de la Cruz González.

Con semejantes antecedentes, al hacer abstracción geométrica Carolina Guillermet se enfrenta a un doble desafío. Por una parte ingresa a un terreno poblado por grandes figuras, con el compromiso, como todo artista que se respete, de aportar algo nuevo y significativo. Por otro lado, al hacerlo en Costa Rica se sigue arriesgando, aunque ya en menor grado, a la incomprensión que encontraron en la década de 1950 los pioneros del arte abstracto en el país: Manuel de la Cruz González, Rafael Ángel Felo García y, en particular, Lola Fernández, cuyos genes lleva Guillermet en la sangre.

En la exposición que presenta en el Museo Calderón Guardia (del 12 de junio al 12 de julio), esta joven artista confirma estar, yo diría que holgadamente, a la altura del reto. Lo primero que hay que reconocer es que ha logrado formular un lenguaje propio, en el que se expresa con soltura. Ese lenguaje está hecho de formas geométricas irregulares, generalmente de orientación vertical, que se organizan en estructuras ricas y complejas. Esas formas geométricas albergan a su vez una muy amplia gama de colores planos, en tonalidades vivas y luminosas. La animada interacción entre esas formas y esos colores –lo que la artista llama “la articulación de las contradicciones”– es el idioma en que nos hablan sus pinturas.

Como siempre sucede con el arte abstracto, que por eso es tan estimulante, tenemos que aprender a escuchar ese idioma cada vez que nos enfrentamos a la obra. Escribo deliberadamente “escuchar” y no “entender”, porque el arte abstracto no está allí para que lo entendamos, sino para efectuar en nosotros un estímulo similar al de la música. A cada una de estas pinturas hay que acercarse con el espíritu con que se escucha una sonata. No se trata de entender nada, sino más bien de permitir que formas y colores, como si fueran notas musicales, traspasen el umbral de la razón y nos lleguen a estratos más profundos de la sensibilidad, o si se quiere del alma.

Instintivamente asociamos los colores con sentimientos y emociones. Esto lo han sabido siempre los pintores, y por eso usan el rojo para expresar pasión, amarillo para la alegría o azul para la tristeza. La gama de las emociones y los sentimientos humanos es tan amplia que el lenguaje es incapaz de abarcarla, pero los colores, cuya variedad es también infinita, sí pueden hacerlo. Es importante tener eso presente al observar las pinturas de Carolina Guillermet porque, a pesar del orden que establecen en ellas las formas geométricas, lo que en realidad las anima son vibraciones de tono emocional. Yo encuentro en ellas un optimismo existencial, un gozo de la vida que inevitablemente me contagia. Le sugiero ir a ver la exposición. Creo que le pasará lo mismo.