Carlos Cortés, escritor: ‘'El año de la ira’ cuenta episodios que nunca se han narrado sobre los Tinoco, pero lo triste es que todo ocurrió’

En su nueva novela, publicada por el sello Alfaguara, el escritor reconstruye “el asesinato perfecto” más sonado en Costa Rica del último siglo, sigue los pasos de un tirano ludópata y narra los olvidos levantados alrededor de la dictadura de los Tinoco

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Un tirano que solo tiene el poder y está dispuesto a arriesgar todo –todas las veces– en el juego; un ministro desalmado que lo tiene todo, es el hombre más fuerte del dictador y el más resguardado por todos los esbirros, un régimen marcado por la sangre, las torturas y el fuego, un pueblo que se levantó a pesar de la represión, la violencia, los viles asesinatos, el miedo..., y un “asesinato perfecto”.

De las entrañas de nuestra historia patria y luego de una investigación de cinco años, el escritor Carlos Cortés saca los hechos, personajes y contradicciones de la sangrienta dictadura de los Tinoco (1917-1919) para contarlos en su nueva novela: El año de la ira (Ensayo sobre un crimen).

Repleta de drama, poder, traiciones, manipulación, heroísmo y personajes fascinantes, este texto publicado por la editorial Alfaguara es la historia perfecta que el autor de Cruz de olvido (1999) y Largo viaje hacia mi madre (2013) asegura contar con rigor histórico, aunque se da licencias en el estilo y estructura, admite.

Es un ejercicio también para combatir la amnesia colectiva y las lecturas simplistas sobre este destacado episodio histórico en Costa Rica: Federico Tinoco es el último dictador de la historia costarricense y llegó hasta allí con el beneplácito popular en un contexto de crisis.

En esta entrevista, el escritor de 57 años profundiza en las razones para escribir este libro –más de 300 páginas que reivindican la función subversiva de la literatura–, en la forma en que construyó su obra, en la historia alternativa que contamos en lugar de la realidad y en los muchos parecidos entre la Costa Rica de hace un siglo y la actual.

–Entre más conozco acerca la dictadura de los Tinoco, más me convenzo de que sería una fabulosa serie de Netflix o, por supuesto, una novela: hay poder, violencia, asesinatos infames (por ejemplo, quemar vivo a Marcelino García Flamenco), traición, ocultismo, manipulación política y drama, mucho drama. ¿Cómo es que ningún escritor se había interesado antes en este capítulo de nuestra historia tan lleno de “sangre y fuego”?

–Y si se entiende el periodo como pienso que debe enmarcarse, desde el controvertido ascenso al poder de Alfredo González Flores, en 1914, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, de la Revolución mexicana y de la política intervencionista estadounidense en el Caribe y Centroamérica, en una zona llena de espías, es aún más novelesco.

"En honor a la verdad, se producen dos obras muy interesantes posteriores al tinoquismo, la sátira Satrapía (1919; 2014, EUNED) del sacerdote español Ramón Junoy, en la que critica la complicidad de la jerarquía católica con la dictadura, y la novela en clave El crimen de Alberto Lobo (1928; 1971, Editorial Costa Rica), de Gonzalo Chacón Trejos. Sin embargo, nuestra visión del periodo en buena parte es heredera de las obras históricas que emprendió Eduardo Oconitrillo, sobre Federico y Joaquín Tinoco, Rogelio Fernández Güell y Julio Acosta, y don Eduardo también escribió dos novelas breves que se aproximan a los personajes y acontecimientos del tinoquismo.

–¿Qué lo hizo decidirse a contar esta historia desde la ficción en una mezcla que, como advierte el libro, transita entre la novela histórica, el ensayo político y el relato documental?

–Desde hace años, tal vez décadas, quería escribir una novela que explicara el asesinato de Joaquín Tinoco Granados el 10 de agosto de 1919, que es quizás el homicidio político más famoso en la historia de Costa Rica, al menos en el siglo XX. Ese acontecimiento constituye el hilo narrativo principal de la historia y el que me permite entremezclar la novela histórica con otros modos narrativos. La primera parte del libro explica cómo y por qué se escribieron las demás partes en un ejercicio de autoficción que me parece inherente a la novela contemporánea. Yo descreo de la novela histórica tradicional que ofrece al lector una verdad completa, me seducen más las diferentes versiones de la realidad y los puntos de vista.

"Todo lo que se narra en El año de la ira está estrictamente documentado y es “verdadero” en el plano de la veracidad factual, en un estricto apego a los hechos. Escribí la novela a partir de una matriz de casi 100 páginas a espacio sencillo en la que puse en orden cronológico todo lo que logré investigar de los personajes históricos, de los acontecimientos en que se vieron envueltos, del contexto y de los espacios, días y horas en los que sucedieron, porque me propuse no contar nada que no hubiera sucedido realmente y de la forma en que había ocurrido, al menos de acuerdo con las fuentes documentales, testimonios, periódicos, impresos, planos, fotografías e incluso caricaturas. En ese sentido, yo no inventé nada.

“Por eso también es una novela de no ficción o de ficción real, pero no quise llamarla de ese modo porque no es estrictamente una crónica y me permito numerosas libertades estilísticas y estructurales en el orden del relato. Pero los documentos que presento como parte de la narración son reales, con excepción de una crónica literaria”.

–¿Cuál retrato de aquella dictadura esboza?

–Bueno, preferiría que fuera el lector quien contestara esa pregunta, porque no es fácil reducir un proceso histórico tan complejo. Pero quizá podría hacerlo citando un capítulo de la novela en el cual se transcribe una noticia del periódico La Semana del 4 de octubre de 1919 en la que se retrata al coronel Arturo Villegas, jefe de la Oficina de Detectives del tinoquismo: “…la figura bufa del nuevo coronel paseando su ufanía por la avenida Central… La ciudad había sido invadida por una turba de esbirros que daban a la capital un aire medroso y asfixiante, cuando uno de estos abortos se avistaba. El odiado Villegas aparecía por todas partes, lo oía todo y era ya tan siniestra su figura, que los vecinos pacíficos cerraban la puerta santiguándose cuando pasaba”. En el transcurso de la investigación, esa imagen como la del asesinato de Nicolás Gutiérrez, jefe político de Guadalupe, los intentos fallidos de matar a Joaquín Tinoco o el testimonio de la viuda de Ricardo Chayo Rivera, uno de los compañeros de Rogelio Fernández Güell asesinados en Buenos Aires el 15 de marzo de 1918, marcaron mi proceso de escritura y son elocuentes del clima de opresión que prevalecía en la Costa Rica del “régimen de los 30 meses”, como se le llamó.

“La dictadura de los Tinoco fue un sistema orgánico de represión. En sus Memorias (1961), Mario Sancho escribe que fue una dictadura de opereta. Eso es cierto en cuanto a sus faustos rituales, costumbres europeizantes y dependencia del espiritismo en algunos de sus miembros, pero también fue una dictadura bestial que utilizó métodos de tortura similares a los utilizados en la revolución Mexicana o en otros regímenes latinoamericanos de la época”.

–La memoria y el olvido son fundamentales dentro de su trabajo literario. Luego de cinco años de investigación, ¿qué olvidos pretende subsanar esta novela acerca de esta época?

–Desde el momento mismo en que asumió la presidencia Julio Acosta, en 1920, y se produjo una restauración oligárquica, el aquí no ha pasado nada, el seguimos siendo todos hermanos, y no se castigan los crímenes de la dictadura, se elabora una cuidadosa política del olvido que será asumida por los gobiernos siguientes, que presiden Ricardo Jiménez y Cleto González Víquez. Acosta la define como una política de “perdón y olvido” y de inmediato rompe con los antitinoquistas que lo habían ayudado en la invasión desde Nicaragua y que le permitieron acceder a la presidencia. Eso es lo que denominamos la construcción social del olvido que llega hasta la desaparición del Paseo de los Estudiantes, llamado así en honor a los colegiales que se movilizaron en contra de Tinoco, para llamarlo Barrio Chino.

“La novela lo que construye es esa historia a la inversa, al revés, y cumple con lo que yo considero que debería ser la función sub/versiva –la versión que está debajo de la versión oficial, el palimpsesto– que debería reivindicar la literatura y la imaginación. No es que haya olvidos, es que vivimos en la amnesia colectiva o en una especie de ucronía, no tanto por la distancia histórica como por la distancia ideológica”.

El año de la ira es un título más que sugerente para abordar aquel 1919. ¿Cómo cambia Costa Rica en ese momento?

–Sin duda, fue un punto de inflexión fundamental. 1919 fue el año en que todo cambió y a la vez, como siempre sucede en Costa Rica, en que aparentemente no pasó nada. Porque somos una sociedad subterránea, en que todo parece suceder debajo de la superficie hasta que algún acontecimiento hace emerger las fuerzas subterráneas. ¿Qué quiero decir? En que hubo la oportunidad de renegociar el contrato social entre la oligarquía y los sectores urbanos de trabajadores y profesionales que habían combatido a los hermanos Tinoco. Eso no ocurrió pero a la vez es cierto que la clase gobernante –el Olimpo– tuvo que ceder ante la huelga de 1920 por las ocho horas, que se debilitó la institución y el gasto militar, hasta desaparecer tres décadas después, y que los movimientos sociales cobraron un protagonismo inusitado a partir de entonces. La invención del imaginario de la maestra –muchos de los líderes antitinoquistas fueron mujeres– y del maestro y la ideología que sustituye la figura del soldado por la del docente corresponde justamente al periodo postinoquista.

–El subtítulo de la novela es “Ensayo sobre un crimen”; sin embargo, hubo tantos entonces. ¿A cuál se refiere?

–Al de Joaquín Tinoco. El crimen de Tinoco fue el crimen perfecto que pudo haber sucedido mal. Siempre me subyugó la posibilidad de contar cómo el hombre más protegido de Costa Rica, el mejor tirador de Centroamérica, el sobreviviente de lances de honor e intentos de asesinato, rodeado de guardaespaldas y esbirros, es asesinado casi a las puertas de su casa, delante de todos y a la vez en la más profunda soledad, enfrentando nada más a su propio destino, del cual no puede escapar.

–Sé de su gusto por la novela negra. ¿Encontramos algo de ese lector en esta novela?

–El año de la ira no es tanto una novela negra como una policiaca. Borges decía que toda novela es una novela policiaca en tanto el lector debe descubrir siempre una verdad que se oculta en la trama. En este caso, es cierto que asumí en parte la estructura de la novela policiaca porque se reconstruye minuciosamente el asesinato de Tinoco, a partir de todas las fuentes históricas disponibles, de modo que el lector pueda armar las piezas del rompecabezas y encontrar al asesino o a los asesinos. Pensé que esta estructura, si se quiere más nítida que la abigarrada de la novela negra, me permitiría contar mejor una historia que se basa en hechos reales sucedidos al final de la Primera Guerra Mundial, cuando aún resuenan los aires decadentes y rimbombantes de la Belle Époque.

–¿La Costa Rica actual ha perdido de vista cuan sangrienta y represora fue la dictadura de los Tinoco? A un siglo de aquellos hechos, ¿hemos endulzado la historia o no la contamos de la mejor manera?

–Contamos otra historia. Una historia alternativa. A menudo se dice que la historia la escriben los vencedores. En este caso lo extraordinario es que fueron los vencedores –Julio Acosta y su grupo– los que quisieron borrar las huellas de los movimientos antitinoquistas y de las iniquidades de la dictadura en razón de una muy discutible concordia nacional y de la restitución del pacto patriarcal.

"A pesar de la oposición del general Jorge Volio, que se resistió fervientemente a este proceso de olvido, hicieron un buen trabajo. Ya me referí al Barrio Chino. La nomenclatura urbana se borró. Muy pocos saben que la avenida Central se llama Rogelio Fernández Güell, que la calle Central se llama Alfredo Volio –el líder de la revolución que murió en 1918 en Granada, Nicaragua– o que los alrededores del Paseo de los Estudiantes tuvieron los nombres de los compañeros de Fernández Güell asesinados en Buenos Aires de Puntarenas, el 15 de marzo de 1918. Y si lo supieran no serviría de nada.

“La Fuente del Caminante (1926), en el Parque Morazán, que recuerda al maestro salvadoreño Marcelino García Flamenco, testigo del asesinato de Fernández Güell y asesinado él mismo de una forma atroz, en un grado de ensañamiento y terror de Estado que solo conocerá la sociedad costarricense en la década de 1940, está abandonada. Me parece que la historia es algo demasiado importante como para dejársela al olvido”.

–¿A qué se atreve usted como escritor que no se ha hecho antes en la historia oficial narrada hasta ahora?

–En realidad la historia oficial difumina todas las contradicciones. Como dije, la novela cuenta el revés de la historia. Desde el principio me propuse hacerlo, y pienso que lo he hecho en mis novelas anteriores, pero debo admitir que durante el proceso de investigación me sorprendí de lo que encontré. ¿Por qué nadie lo había contado antes? No lo sé. Truman Capote y Mario Vargas Llosa dicen que el escritor, como los buitres, se alimentan de la carroña. Es verdad que El año de la ira cuenta episodios que nunca se han narrado sobre el tinoquismo, y yo no soy quién para decir si están bien o mal contados, pero lo triste es que todo ocurrió. Por supuesto, quizá lo cuente con otro énfasis, pero esa es la libertad –la moral de los buitres, como la llama Capote– que me permite la literatura.

–Asegura que el fin de la dictadura de los Tinoco lo decidió la intervención de Estados Unidos y no la invasión patriótica desde Nicaragua (es decir, los movimientos sociales en diversas partes del país), acelerado, por supuesto, por el asesinato de José Joaquín Tinoco el 10 de agosto de 1919. ¿Por qué hace este énfasis?

–La salida de Federico Pelico Tinoco fue negociada o al menos autorizada por Estados Unidos, que además presiona al general Juan Bautista Quirós, designado por Tinoco para sucederlo, a entregarle el poder a un presidente de transición, Francisco Aguilar Barquero, en una clara ruptura del orden constitucional. Al salir del país, dos días después del asesinato de su hermano Joaquín, Tinoco le entregó el mando a Quirós, quien duró 20 días en la presidencia. A su vez, don Chico Aguilar es obligado por Estados Unidos a convocar elecciones de inmediato y a retomar la Constitución de 1871.

"La revolución del Sapoá, en mayo de 1919, que es como se conoce a la invasión antitinoquista desde Nicaragua, terminó en la batalla de la hacienda El Jobo, en Guanacaste, y fracasó. En junio se produjo el alzamiento popular en San José que desembocó en la quema del diario oficialista La Información y a partir de entonces se abre un periodo en que los Tinoco se preparan para dejar el poder.

“Yo no hago un especial énfasis en el proceso de intervención estadounidense, que es muy claro, ni en el fracaso del Sapoá, pero sí me interesa describir las fuerzas y los factores internos y externos que entran en conflicto. Recordemos que es el momento en que Estados Unidos se convierte en potencia mundial, al final de la guerra europea, y que varios países de Centroamérica y el Caribe son protectorados estadounidenses. A la vez, para borrar la complicidad de la oligarquía costarricense en el golpe de Estado a González Flores y en el mantenimiento de la dictadura tinoquista durante 30 meses, es muy conveniente establecer el mito de una revolución victoriosa que luego es legitimada por las urnas, en las elecciones de diciembre de 1919”.

–También subraya algo en que la Historia ha insistido: el dictador llegó al poder con apoyo y beneplácito popular, aunque, claro, pronto las cosas cambiaron drásticamente en poquísimo tiempo...

–Sí, eso me parece clave. Como dice uno de los epígrafes con que se inicia la novela: “De cada cien personas que pudieran llamarse cultas, concientes, de criterio más o menos despejado, 95 apoyaron la traición del 27 de enero de 1917”. Y eso lo escribió nada menos que Vicente Sáenz, en 1920, que luego emigró a México y se convirtió en uno de los pensadores antiimperialistas más respetados de Latinoamérica. Por eso es fundamental que los pueblos conozcan su historia y no se dejen arrastrar por el primer tiranuelo que golpea la mesa y les promete un gobierno fuerte para acabar con los problemas. Como hemos visto en Latinoamérica, lo único que logran es entregar su libertad a cambio de la esclavitud y de la pobreza.

–¿Se podría decir que esta es una historia de traidores, usurpadores y sus sanguinarios esbirros?

–Sí, pero también de héroes. El reinado de los Tinocoff –como los llamó la prensa satírica– fue posible gracias a la traición del 27 de enero de 1917. Sin embargo, al lado de los usurpadores que se levantaron contra González Flores, hay que reconocer que la lucha antitinoquista fue financiada por tres personajes extranjeros totalmente olvidados: don Pepe Raventós Gual, el médico francés de origen corso Antonio Giustiniani, a quien después se le reconoció como Benemérito de la Patria, y doña Amparo López-Calleja de Zeledón, una mujer fuera de serie, filántropa, naturalista, líder de la Semana Heroica de junio de 1919, entre muchas otras líderes, y que provenía de una familia cubana de tradición revolucionaria, cercana a José Martí. Los tres arriesgaron la vida por el pueblo costarricense y doña Amparo estuvo a punto de ser asesinada por los esbirros de Joaquín Tinoco.

–Es un capítulo lleno de personajes fascinantes. ¿En cuáles de ellos concentró su mayor esfuerzo?

–La novela es sobretodo una novela sobre Joaquín Tinoco… Al principio pensé en escribir una novela breve que desmontara cuidadosamente el mecanismo de relojería que permitió ejecutar el crimen perfecto. O casi perfecto. Pero me sedujo la figura enigmática de Federico Tinoco y su soledad absoluta. Joaquín Tinoco parecía tenerlo todo –belleza, éxito social, el juego de seducción del poder, mujeres–, pero Pelico solo tenía el poder. Y ese rasgo de su personalidad se expresa en su ánimo depresivo y melancólico y en lo único que reveló al intentar ocultarlo: su alopecia. Perfilar ese personaje me costó mucho porque fue un enigma que se me resistió durante años.

“El año de la ira no es una historia de héroes y villanos aunque hay héroes y villanos. No es un retrato maniqueo de una época que justamente ha intentado retratarse de una forma maniquea y casi caricatural. Intenté penetrar en el alma de personajes muy complejos a quienes unía su pasión por los juegos de azar, que es un rasgo distintivo de su personalidad. Es decir, estaban dispuestos a arriesgarlo todo por un golpe de dados, por un golpe de fortuna”.

–Publica unas imágenes que no conocía del funeral de José Joaquín Tinoco de Manuel Gómez Miralles y del asesinato Nicolás Gutiérrez, de la colección de Arnaldo Moya. ¿Por qué le interesaba tanto publicar estas fotos?

–Por su valor documental. Ya que El año de la ira también es una novela documental me pareció indispensable publicar esas imágenes, que fueron parte de la investigación y que además cuentan de un modo visual algunas de las escenas descritas en la novela. Tengo una deuda de gratitud con el historiador Arnaldo Moya Gutiérrez, quien hace cinco años, al inicio de la escritura de la novela, me contó sobre el asesinato de su bisabuelo, muerto por los esbirros de Tinoco. Posteriormente, gracias a la investigación, pude reconstruir gran parte de lo que había sucedido y de lo que significó para Guadalupe el homicidio de uno de sus fundadores.

–¿En qué se parece la Costa Rica de hoy a aquella de hace 100 años?

–Desgraciadamente, en muchas cosas. Creo que estamos muy alejados del terror de Estado que se ejerció durante el tinoquismo, pero no pude evitar comparar la crisis fiscal, económica y financiera de la segunda década del siglo XX con la que vivimos ahora. Tal vez es aventurado decirlo pero dudo que haya habido en toda la historia de Costa Rica un periodo tan corrupto como el del tinoquismo. Los Tinoco y su círculo íntimo intentaron llevarse a Europa en gastos de representación el equivalente de lo que ahora serían $2,5 millones, con fondos avalados por el Estado costarricense. Pero esa corrupción no se inició con ellos ni fue exclusiva de ellos sino de la clase política de la época. Durante la negociación de la concesión petrolera, entre 1914 y 1916, el comicionista Lincoln Valentine compró a todo el mundo, diputados, presidentes de los supremos poderes, periodistas, funcionarios y hasta empleados del correo, en un tráfico de influencias digno de los escándalos contemporáneos en el mundo.

"A la vez, Estados Unidos no invadió Costa Rica en ese momento y si no lo hizo fue tanto por los poderosos intereses norteamericanos que se oponían al desembarco militar –como Minor Keith– pero también por la fortaleza de sus instituciones y de su sistema educativo. Un informe del Departamento de Estado desaconsejaba la invasión y argumentaba que en cada pueblo había una escuela.

“Aunque la democracia social se ha lesionado en Costa Rica, creo que esa sigue siendo nuestra gran fortaleza para impedir que retrocedamos un siglo, como a veces parece suceder en el resto de Latinoamérica. Creo que la única manera de no volver a la ira –que a veces es la única salida que tienen los pueblos– es aceptar que nuestra historia está hecha de conflictos y contradicciones”.

Presentación

La novela El año de la ira se presentará el jueves 21 de noviembre, a las 6:30 p. m., en un encuentro con lectores –abierto al público general–, que se realizará en la Librería Internacional de Multiplaza del Este.