100 años de Ingmar Bergman: Volver al teatro es volver a casa

Ingmar Bergman estaba seguro de que el teatro era su casa y donde empezaban los sueños y las pesadillas.

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Las imágenes inmortales que Ingmar Bergman le ha dejado al cine son veneradas como un patrimonio visual de la humanidad: esos inquietantes e infinitos primeros planos que nos hacen un nudo en la garganta y en todo el cuerpo, ese gesto preciso y lapidario de un silencio o una pausa o los más vergonzosos miedos y perversiones contenidas en una frase o una mirada son ese sello, esa marca que todos los amantes de la poética del cine reconocen en Bergman y algunos de sus acólitos.

Pero está el teatro y esa historia de amor y pasión incondicional entre uno de los más grandes artistas escénicos que ha visto el siglo XX y ese lugar al que siempre volvió, al que revisitó cientos de veces para encontrar quizás más preguntas que respuestas, porque si estaba seguro de algo era de que el teatro era su casa y donde empezaban los sueños y las pesadillas.

Cerca de cumplir 86 años, Bergman concede una serie de entrevistas lideradas por una destacada periodista, Marie Nyreröd, en las que desnuda de manera sentida y contundente lo que ha significado el teatro en su vida, para entender sus otras pasiones y necesidades, lo que podría hacernos reflexionar sobre estos lenguajes –el cinematográfico y el teatral– vistos por algunos como antagónicos en su contexto técnico. Bergman logra dibujar una línea continua, tensa a veces, versátil y escabrosa otras tantas, entre el teatro y el cine que engrandece las posibilidades de ambos como universo creativo.

En la escena segunda del Acto III de Hamlet, el príncipe de Dinamarca reúne a sus actores, quienes están a punto de representar la cruel muerte de su padre, y resuenan para siempre las siguientes acotaciones a los intérpretes (a la mejor manera de un director teatral o cinematográfico):

“No seas tampoco demasiado tímido, deja que tu discreción sea tu guía. Ajusta la acción a las palabras y las palabras a la acción, cuidando en especial de no exceder la sencillez de la naturaleza. Porque algo así se opondría a la razón del ser del teatro, cuyo fin, desde el principio hasta ahora, ha sido y es, sostener, por así decirlo, un espejo ante la naturaleza que muestre a la virtud su propio rostro, al vicio su verdadera imagen, y a la misma encarnación del tiempo su carácter y su sello.” (en la traducción de Joaquín Gutiérrez).

Y es que estas “primitivas” técnicas de la dirección escénica sugeridas por Shakespeare en la voz de Hamlet son aplicadas magistralmente por Bergman en cualquiera de los dos espacios que se ofrezcan, porque la traducción que hace al gesto cinematográfico amparado en los planos, la iluminación o la cadencia de las imágenes, la logrará en el teatro gracias a otros recursos como la palabra dicha, la resolución de la acción dramática, tono, el foco y la atmósfera sugeridos tanto por el dramaturgo como por su propia visión e intuición como director.

Bergman ha compartido a través de su lente pavoroso las perversiones y miedos más latentes y universales del ser humano moderno: la muerte, la incomunicación, la agresividad, la incertidumbre, la infidelidad… estos temas van y vienen en un terrible discurso que nos habla siempre de nosotros, de lo que somos o podemos llegar a ser (de nuevo Shakespeare en la voz de Ofelia). O bien, de lo que hemos sido en nuestros más oscuros sueños.

El niño que jugaba al teatro

El sueño de Bergman en el teatro se remonta a su infancia, cuando tenía una especie de teatrino con títeres de papel, imagen que mucho tiempo después escollará en la pantalla grande con la inigualable Fanny y Alexander (1982) que pone a prueba la maquinaria cinematográfica y teatral para hablar un lenguaje unívoco: el lenguaje del arte.

Bergman vuelve al teatro siempre. Hasta en los momentos en los que parece que está dedicado en su totalidad al cine. Sus regresos y visitas constantes al teatro las hace de manera más intensa y descarnada de la mano de uno de sus autores predilectos y su “alma gemela” August Strindberg (1849–1912).

Strindberg representa ese impulso onírico y destructivo que asiste a su cine y a sus obras teatrales en forma recurrente.

Era apenas un adolescente cuando leyó El pelícano de Strindberg y tal como lo ha revelado alguna vez, sintió que este autor le hablaba de cosas que aunque en ese momento no asimilaba por completo, hizo mella en su vida como creador.

Strindberg se cuela en el alma de Bergman, en el ojo de Bergman y le habla con mil voces a él que sabe también de rabia, de locura, de muerte, de soledad, de sexo, de tortura y de represión.

Es decir, le habla del hombre moderno y su desgracia de ser en este mundo, de seguir siendo en medio de la ansiedad y la incertidumbre.

No en vano, puso en escena más de una treintena de obras de este autor sueco, haciendo múltiples versiones de El sueño, obra que lo marcó en su vida íntima y artística (si es que hay divisiones posibles). Bergman vivió también en el mismo edificio que Strindberg y atesoraba los volúmenes de sus obras para ir a ellas una y otra vez. Se cierra el telón, se apagan las luces y queda el silencio. El silencio que es materia prima para crear. Strindberg lo sabía. Bergman lo sabía.

El cine visita al teatro porque es siempre como volver a casa. Ese lugar donde todo surge, ese espacio de lo cotidiano que se refracta en mil imágenes y que me recuerda que yo soy también todos esos de afuera, con sus miserias y angustias a cuestas.

El teatro es la casa y los grandes creadores lo saben y por eso vuelven, vuelven como sea a deambular por los escenarios, vivos o muertos, pero la certeza es que vuelven a él y lo ansían como Odiseo a Ítaca.