100 años de Ingmar Bergman: mujeres de resentimiento y piedad

El director sueco tenía auténtico interés por destruir y reconstruir los lazos afectivos de sus mujeres protagonistas

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El director no tiene nada que confesar en Conversaciones con Ingmar Bergman: “Mi fascinación incesante con toda la raza de mujeres es una de mis motivaciones principales. Obviamente, una obsesión así implica ambivalencia; tiene algo de compulsivo”.

El interés de Bergman por las mujeres que lo rodearon, de quienes siempre tomó algo –el nombre, la personalidad, un gesto, el rostro–, era clínico.

Cuando descubrió la íntima amistad que compartían Liv Ullmann –quien para entonces tenía una relación amorosa con él– y Bibi Andersson, reunió a las actrices en su adorada isla de Farö y filmó Persona (1966).

Bergman se obsesionó con las similitudes entre ambas tanto que una de las escenas más memorables funde sus rostros como si fueran el mismo.

“Creo que, durante un rato, las dos mujeres se mezclaron realmente, que yo como enfermera comprendí algo. Sin explicación, me aproximé mucho a esa mujer. La comprendí. Me identifiqué con ella, e incluso pude decir cosas por ella”, dijo Andersson sobre su personaje como Alma, una enfermera que cuida de una actriz catatónica.

Los hombres de Bergman están preocupados por pelear con Dios o con su arte, están ansiosos por transformarse (o, encontrar una sabiduría que pueda transformarles).

A las mujeres de Bergman las transforman otras mujeres, o ellas mismas (aunque lo más usual es que el agente del cambio sea el reflejo de sí mismas en otras).

“Creo que él comprende muy bien a las mujeres, quizá aún más que a los hombres. Creo que sus personajes femeninos, especialmente en los últimos años, han sido más interesantes”, afirmó Ullmann en 1973.

Son interesantes: turbulentas, pragmáticas, erotizadas, distraídas en mundos interiores completamente emancipados del exterior.

Exteriorizar el resentimiento

En Sonata de otoño (1978), el esposo pastor es quien presenta a Eva (Ullman) a los espectadores y la describe escuetamente, porque todo lo que conoce de ella es ella quien se lo ha dicho.

Sin embargo, aún cuando con esa información pronostica la lejanía de Eva y su madre Charlotte (uno de los últimos papeles de Ingrid Bergman), nunca se entera del resentimiento que ambas han acumulado a lo largo de su vida.

“Qué absurda combinación de sentimientos: confusión y destrucción. No entenderé nunca”, masculla Eva durante su desahogo, en una noche en la que se revelan la una a la otra.

Pero la confrontación de Eva y Charlotte no ocurre como un contraste entre las diferencias que hay entre ambas (una sesión frente al piano en la que ambas interpretan una misma pieza de Chopin cristaliza el rencor silencioso).

Para estos momentos, el lenguaje visual de Bergman ofrece, igual que en Persona, una mezcla de sus similitudes, emocionales y físicas: Eva está detrás de su madre, ambas miran hacia sus adentros con las caras desencajadas y las manos en similar gesto de penitencia.

Mientras que, primero, la película acumula la respiración del espacio como elemento de tensión –Bergman abre la cámara en las pequeñas habitaciones en las que coloca a sus mujeres solamente para concentrar más energía en el instante que decide acercarse hacia sus caras–; la liberación textual de ese resentimiento nunca es, en sí, una exhalación que restaura la “calma”.

Bergman no coreografía peleas familiares sino que traspone experiencias de mujeres. Madre e hija se explican qué vivieron, qué sintieron, cuánto dolor transformaron en rencor mientras estuvieron juntas y separadas.

El resentimiento en El silencio (1963) es la savia en la relación de dos hermanas. Nuevamente, en la confrontación, Bergman las reúne en una habitación; esta vez con un tercero que no participa y que es un mero turista del mundo que comparten las hermanas (al final, los hombres están ocupados en sus pugnas fútiles contra Dios: ¿deberían participar en peleas tan ordinarias?).

Ester ejerce su poder moral en la relación; Anna es el complemento que la admira y la atiende pasivamente hasta que percibe la artificiosidad de su relación filial. Cuando Anna se quita su máscara, Ester también.

“No quería aceptar mi rol desgraciado. Pero ahora es demasiado solitario. Nos probamos ciertas actitudes y a todas las encontramos indignas. Pero las fuerzas son demasiado fuertes. Quiero decir, las fuerzas… Esas fuerzas son horribles. Tenemos que cuidar nuestros pasos entre tantos fantasmas y memorias”, dice.

La ruptura de la civilidad impostada no es catártica. No está hecha para resolver sino para exponer. Esa exposición es, por otro lado, una oportunidad para un juego de roles: un tiempo para subvertir la verdad que, hasta ese momento, cada una de ellas ha representado.

Interiorizar la piedad

Cuando Agnes vuelve a la “vida” en Gritos y susurros (1972), las hermanas Karin (Ingrid Thulin, quien también encarna a Ester en El Silencio) y Maria (Liv Ullmann) ya superaron la confrontación.

La conversación no amainó la guerra fría con la que contaminan la casa de su tercera hermana (las habitaciones del hogar de Agnes son rojos; Bergman dijo a su equipo que representaban el “alma” pero es un tono tan sanguinolento que parece el tejido de un cuerpo desangrándose, algo que además ocurre en una parte de la historia de Karin).

Las máscaras de las hermanas son dicotómicas. Karin es severa, le niega el sexo a su marido. María es una coqueta desvergonzada, seduce a un viejo amante cuando reaparece en la casa como el médico que atiende a Agnes convaleciente.

Esa tercera hermana es neutral entre las otras dos –o eso aparenta ser, porque la resurrección demuestra que ninguna es tan piadosa como su sirvienta.

Sería natural que, las mujeres de Bergman tengan empatía por la experiencia de la otra, que ocurra algo similar a lo que describe Bibi Andersson en Persona. Sin embargo, ni siquiera ese trance transformador es permanente.

El último instante que comparten los personajes de la enfermera Alma y la actriz Elisabet no significa “nada”, como repiten, una y otra vez. Alma, finalmente, se marcha.

Después de que los resentimientos se han desnudado, las recapitulaciones de Bergman se concentran en imaginar cómo volverán las mujeres a su “normalidad”: ¿cuán visibles serán sus transformaciones, para ellas o para los demás? ¿La piedad debe ser expuesta ante el mundo exterior como ocurre con el resentimiento?

En Gritos y susurros, la resolución es una carta que Agnes escribió antes de su deterioro y muerte: escribe con gratitud y alegría auténtica por la visita de María y Karin. Los espectadores no saben qué ocurre más allá de esa viñeta de mansedumbre doméstica.

En Sonata de otoño, la madre de Eva se marcha después de haberse rendido ante el rencor de su hija y la repulsión que le genera la hermana con discapacidad. Las dos regresan a sus vidas: Eva a deambular en un cementerio mientras se disuade del suicidio; la madre en un tren a la comodidad de un amante.

“Eva había esperado con tanta ilusión el reencuentro con su madre. Lo había esperado por tanto tiempo”, dice a manera de epílogo su esposo, como si no supiera que el viaje se truncó de forma imprevista.

Lo que dice no es, tampoco, una falsedad: la única información que tiene para decodificar el mundo interior de Eva es lo que ella misma exterioriza. Las revelaciones de esos interesantes mundos interiores son muy limitadas – tal y como lo eran los de las mujeres reales que a Bergman tanto le interesaban.