Soy un saprissista venido a menos, un hincha devaluado, un seguidor cada vez menos entusiasta del campeonato nacional de fútbol de Primera División. Y quizá por eso, el domingo pasado fui la última persona en el país en enterarse del ataque de la banda criminal en el Estadio Nacional.
Ese fin de semana la pasé lejos del área metropolitana, sanamente desconectado. Durante el viaje de regreso, en una pausa del camino, aproveché para revisar Facebook. Lo que leí me tomó desprevenido: todos mis contactos que se manifestaron aquella noche en la red social lo hicieron para pegar el grito al cielo, tan horrorizados como indignados por la cobardía que se apoderó de las graderías del recinto de La Sabana.
La cobardía, primero, del grupo de pintas disfrazados de aficionados liguistas que golpeó a familias indefensas, una manada de idiotas que saca pecho precisamente por su naturaleza de colectivo.
La cobardía, también, de una empresa de seguridad privada que se limitó a observar mientras aquellas ratas asaltaban y golpeaban a los verdaderos seguidores del fútbol. Como proveedores de seguridad, estos señores fracasaron miserablemente a vista de todo el país y el Ministerio de Seguridad debería tener este antecedente presente cuando la renovación de licencias esté sobre la mesa.
Y la cobardía, igual de penosa, de una dirigencia deportiva que parece un mal chiste, incapaz de señalar con el dedo a las barras, incapaz de admitir que es alcahueta con las lacras, incapaz de aceptar que cuidar a la gente en los estadios es su responsabilidad y no del Estado.
Sin embargo, la cobardía no debería cargar solo en ellos, sino en todos nosotros, el público que, hipócritamente, pide y aplaude la violencia en el deporte. Sí, así es, porque recordemos que las carreras de carros son buenas en la medida en que tengan un choque espectacular; los saltos en moto dan de qué hablar solo cuando un piloto se desbarata contra el suelo y las mejores corridas de toros se miden por la cifra de improvisados que terminan trasladados al hospital.
Nos molesta que la gente se golpee en las gradas de los estadios pero hacemos chistes y vacilamos cuando son los jugadores los que se enjachan, patean y empujan. Un futbolista puede comportarse de un modo tan ruin como un integrante de La Doce o La Ultra que igual todo se le perdona al siguiente grito de gol, pues en su caso le reconocemos como “corajudo” o “valiente”.
Hoy es fácil maldecir, pedir cárcel y rechinar de dientes contra los desgraciados de las barras bravas que ensucian el fútbol con su matonismo e ignorancia. Sin embargo, echemos todos para nuestro saco y carguemos con algo de responsabilidad, que si la violencia ha seguido viva en los estadios es porque así lo hemos permitido.
Podría decir que lo ocurrido en el Estadio Nacional terminó de echarle tierra a mi agonizante afición por el campeonato local de bola. Sin embargo, eso sería injusto, pues no soy el único que perdió la pasión futbolera desde hace mucho, sin “ayuda” de ultras, doces o garras.