La televisión nunca me preparó para el futuro. ¿Cómo habría podido hacerlo? Cuando era pequeña, la tecnología que aparecía en la tele era buena y santa: servía para salvarle la vida a la gente, para hacerle fácil la vida a la gente, para entretener a la gente. La tecnología nos servía.
La tecnología siempre ha tenido algo de magia, principalmente porque los vacíos de la ignorancia se llenan con imaginación.
Para mí fue sumamente difícil dejar de imaginar una biblioteca en línea como si fuera un recorrido virtual por un pasillo dentro de una computadora.
En 1999 tuvimos Internet en casa y, para ese entonces, todos los sábados, la serie animada ReBoot me convencía de que lo virtual era estrictamente real (aún cuando las personas dentro de la computadora fueran verdes).
Por muchos años, encontré que la única escala útil para medir la virtualidad era la realidad.
Así fue como la primera vez que le tuve miedo a la tecnología fue instintivo: estaba aterrada de que un desconocido encontrara mi ubicación y me agrediera, físicamente.
Con esta clase de miedos, la franquicia de CSI inauguró la tecnología del milenio. Tenían edición fotográfica de punta para identificar sospechosos en fotos de resolución patética y geolocalización tan rápida que los casos de robo los resolvían en días.
Hasta su último episodio en el 2015 , CSI fue tan real que sus fans la llamaron policiaca antes que cuestionarla como lo que era, ciencia ficción.
La ciencia ficción era otra cosa: era Stargate SG-1 con su aparato alienígena para viajar a otros planetas o Firefly con sus vaqueros espaciales.
Antes, la ciencia ficción era más ficción que ciencia. Era cómo los productores de tele fantaseaban y tergiversaban la incertidumbre del futuro.
Ahora que el futuro es cierto –que el cambio climático dejó de ser una especulación, que un magnate de la farándula tiene poderes presidenciales sin ninguna formación intelectual, que la sobreproducción de información falsa nos hace más ignorantes –, me temo que la televisión sí me prepara.
Westworld en HBO me dice que “los placeres violentos tienen finales violentos” y la absurda libertad de la realidad virtual, de repente, tiene límites.
The Handmaid's Tale en Hulu me advierte que en un cataclismo ecológico, las mujeres seremos las primeras en convertirnos en esclavas de la reproducción de la raza humana.
Black Mirror en Netflix me dice que, en el fondo, toda la magia de la tecnología es oscura porque sus ambiciones son humanas, imperfectas.
“La pantalla es el altar, soy a quien se le sacrifican, era dorada tras era dorada” dice la diosa Media en American Gods . “Sostienen una pantalla más pequeña en sus regazos o en la palma de sus manos para no aburrirse viendo la grande. El tiempo y la atención son mejores que la sangre de cordero”.
Todas son ficciones y la mayoría tienen más ingredientes de fantasía que de ciencia. Pero, para la televisión actual, la tecnología dejó de servirnos.
En la incertidumbre del futuro ya no hay magia. Hay aprensión porque es el vertidero de las secuelas de lo que ocurra ahora: inadvertidamente, la televisión me prepara para el presente.