Llegué tarde a la fiesta. Durante la primera semana de este año, finalmente descubrí la serie animada Rick and Morty . Una creación de Justin Roiland y Dan Harmon –mente maestra detrás de otro gran recuerdo de la televisión de esta década, Community –, la serie de Cartoon Network cuenta las aventuras de Rick Sánchez y su nieto, Morty, con quien entabla una relación luego de años distanciado de su familia.
Llegué tarde a la mesa porque, luego de dos temporadas –y en espera de la número tres–, la genilidad de Rick and Morty ha sido discutida centenares de veces en redes sociales, foros de Internet, Reddit y otros espacios. Pero nunca en este diario, así que vamos a ello.
Las aventuras de Rick y Morty tienen poco de ordinario. El hilo de la serie es uno de ciencia ficción, de dimensiones paralelas e infinitas, y un científico que es capaz de viajar entre ellas y a cualquier otra parte del universo, e interactuar con otras versiones de sí mismo y con seres de otros mundos.
Debajo de esas aventuras, sin embargo, se esconden personajes sensibles, ansiosos y solitarios, expuestos a verdades crudas, al dolor de corazón y a preguntas existenciales que podrían demoler a cualquiera de nosotros.
Rick and Morty sigue la línea argumental de otros programas de su tiempo, como BoJack Horseman o Archer.
Son series animadas dirigidas a adultos, pero no a cualquier adulto. Su público somos esa generación que trabaja más para ganar menos. La generación que no tendrá casa propia porque los salarios no alcanzan y los intereses de los préstamos son exorbitantes; la generación de adultos supuestamente funcionales que, todos los días, se ven al espejo y se preguntan cómo diablos se supone que van a lograrlo.
Es decir, que somos una generación de personas cada vez más cercanas a los 30 –o incluso más– que no sabemos cómo cumplir las aspiraciones de nuestros padres y, al mismo tiempo, encontrar la satisfacción de seguir nuestros propios sueños.
Ante un panorama como ese, que nos agobia a diario, sería fácil rendirse ante un pesimismo absoluto y voraz; la respuesta más fácil siempre será rendirse ante las circunstancias.
Ahí es donde el valor de una serie como Rick and Morty se dispara.
En mi momento favorito de la primera temporada –y, muy posiblemente, de toda la serie–, Morty conversa con su hermana mayor, quien se enteró de que sus padres intentaron abortarla.
Molesta, la muchacha decide huir de su casa. Morty la intercepta y le cuenta que viene de una realidad paralela, que su yo de ese mundo está muerto y enterrado en el patio. Todas las mañanas, le dice Morty, desayuno a 20 metros de mi propia tumba.
“Soy una versión de tu hermano en quien podés confiar cuando te digo que no vale la pena huir. Nadie existe a propósito, nadie pertenece a ningún lado, todos nos vamos a morir. ¿Vamos a ver tele?”.
¿Por qué una frase tan oscura podría ser considerada optimista? Porque, ante el reflejo de la propia mortalidad, los pequeños problemas que nos sofocan se exponen por lo que realmente son: nada importante.
Es bueno recordar, de vez en cuando, que son las pequeñas cosas las que hacen que la vida valga la pena. A veces, ese recordatorio viene en la forma de una serie sobre viajes interdimensionales y protagonistas nihilistas.
Zapping es una columna de opinión de la revista Teleguía, de La Nación, y como tal sus contenidos no representan necesariamente la línea editorial del periódico.