Pocas frases son tan peligrosas como “no me gusta el fútbol”; decirla requiere coraje guerrillero. Yo hace años la cambié por un cómodo “no es que no me gusta, es que no le pongo atención”, pero eso no me ha eximido del pánico con el que nos recibe la humanidad a quienes nada más no estamos obsesionados con el deporte más lindo del mundo; aunque, en mi caso, el fútbol fue parte fundamental de mi infancia y adolescencia, solo que en algún momento le perdí la pista.
Es común subir a un taxi o hacer fila en el súper y que vuelen preguntas tipo “¿Cómo ve el partido? Está duro, ¿verdad?”, y que uno, surfeando en la nada, apenas alcance a preguntar “¿Quiénes? ¿Cuál partido? ¿Por qué el mundo entero asume que todos los seres vivos sabemos quién juega hoy?”, esperando que nadie lo tome a mal y saque un arma.
Más allá de la alienación del deporte en general –a sabiendas de que es un pilar de la cultura–, el problema de no darle seguimiento al fútbol es que la sociedad se siente con derecho a recriminarlo. Para empezar, en caso de que usted sea hombre, la primera reacción de muchos –desde intelectuales hasta macho men– será señalar que usted es un maricón.
Luego, tomarán la palabra quienes consideren que, indiscutible e indiscriminadamente, las personas que no gustan del fútbol están todas sentadas en el trono de la soberbia; que todos pertenecemos al gremio de los que se dedican a encontrar lo tonto, lo banal y lo absurdo en los gustos de los demás.
A diferencia de la relación (inexistente) entre las preferencias sexuales y el exilio futbolístico, el asunto de la altanería de quienes no gustan del deporte tiene trasfondo: esas personas sí existen, y son verdaderamente molestas; son los que aprovechan el medio tiempo de un partido importante para tachar de ovejas e imbéciles a los fans del juego. A esos, sí, échenlos en un saco de basura.
Otra idea equivocada es que no estamos dispuestos a ver lo hermoso del deporte. Sí, yo no tengo idea de lo que hablan todos en las fiestas o en el trabajo cuando mencionan nombres de lo que supongo son equipos o jugadores, pero eso no implica que no entienda la dinámica del fuchibol y lo que la hace tan emocionante para millones de personas.
El único partido completo que he podido ver del Mundial fue el de Costa Rica contra Italia, y durante esos 90 minutos tuve el corazón en la palma de la mano. Vi un encuentro tenso y con fútbol de primera (o eso creo), y me alegré muchísimo por el éxito de una selección a la que muchos daban por muerta antes de comenzado Brasil 2014. Me gusta cuando el underdog patea traseros; es poético.
Si bien no me es posible ver tantos partidos porque la mayoría me aburre, no puede existir el enojo o la tristeza cuando hay tanta alegría alrededor, desde las celebraciones de Jorge Luis Pinto y sus legendarios seleccionados (quienes me generarán escalofríos de por vida) hasta las de un pueblo al que siempre le dijeron que no era merecedor de cosas buenas.
Es imposible no sentir cosquilleos en el alma entre tanta pasión, y también es imposible evitar el fútbol cuando se disputa un Mundial, especialmente si se vive en un país clasificado. Además, es solo un mes, y si ese mes representa la mayor cantidad de caras pletóricas que he visto en mi vida, reflejo de una población que de todas formas tiene el fútbol instalado en el ADN, entonces quién soy yo para desear que el mundial no exista.
A los que odian el mundial por el simple acto de odiar: cerrar la boca no cuesta nada. A quienes no le ponemos atención porque tenemos otros intereses: cuidado, que en cualquier momento terminaremos perdiendo la cabeza en la Hispanidad. A quienes adoran el juego: no todos los que no le damos seguimiento los detestamos a muerte. A toda la humanidad: ¡Que viva la Sele, maldita sea!