No hace mucho, mi compañera de apartamento y un amigo de ambos decidieron, una noche, darle play en Netflix a RuPaul’s Drag Race, el programa de realidad en que un grupo de drag queens compiten por ser la próxima estrella drag de Estados Unidos.
El show , evidentemente, es conducido por RuPaul, quizás la drag queen más famosa del planeta, y funciona en un estilo similar al de America’s Next Top Model, en el que la modelo Tyra Banks busca a la nueva estrella de las pasarelas del planeta; para ellos, las pretendientes al título deben superar una serie de pruebas que, semana a semana, se deshacen de la competencia hasta coronar a una última ganadora.
En RuPaul’s se repite la fórmula, pero los reflectores se enfocan en un grupo de –casi siempre– hombres homosexuales que hacen drag , es decir, que se visten y maquillan para parecer mujeres, de forma satírica y extravagante en un ejercicio con fines artísticos.
Durante buena parte de cada episodio, el show es escenario de constantes dramas y rencillas personales que afloran entre las participantes, algo que ha sido criticado a lo largo de sus nueve temporadas pues refuerzan viejos estereotipos sobre la comunidad gay (de la cual no formo parte y por lo tanto solo puedo observar desde afuera, con respeto pero sin conocer en carne propia el rechazo y odio al que históricamente se han enfrentado sus miembros).
Además, las temáticas a veces pueden parecer superficiales y superfluas al espectador; después de todo, el show es una ventana a un sector que vive y respira espectáculo y luces de neón y capas de maquillaje.
Nada de lo anterior –ni ninguna otra crítica posible, como el uso de lenguaje ofensivo que se depura más cada año– podría disminuir el tremendo impacto positivo que el programa ha tenido desde su estreno en el 2009.
Pocos programas de televisión han permanecido en el ojo público –la presencia, por ejemplo, de Lady Gaga en el primer episodio de la novena temporada es una prueba del impacto mediático del show– durante tanto tiempo catapultando a sectores marginados de la sociedad, desde hombres gays que se visten de mujeres como parte de un espectáculo, a mujeres transexuales. El simple hecho de que el show subraye la diferencia entre uno y otra es prueba de su importancia y su impacto.
En su misión de elevar el arte del drag a nuevas esferas, RuPaul también rompe con estereotipos de belleza y brinda un lugar a lo poco convencional. Por ejemplo, la ganadora de la cuarta temporada, Sharon Needles, prefería crear personajes inspirados en zombies que en mujeres voluptuosas.
Sobre todo, RuPauls Drag Race es consistente en brindar un mensaje del más difícil tipo de aceptación: la propia, la de aceptarse a uno mismo con sus propios errores y virtudes.
Comencé a ver el programa con mi compañera de apartamento, pero me quedé precisamente por ese mensaje poderoso y atractivo, pero especialmente necesario. Como bien lo dice RuPaul al final de cada episodio: “Si no puede amarse usted mismo, ¿cómo diablos va a amar a alguien más?”.
*Esta es una columna de opinión de la revista Teleguía, de La Nación, y como tal sus contenidos no representan necesariamente la línea editorial del periódico.