Varias veces lo he manifestado en esta columna: a mis casi 40 años soy de la vieja escuela, un nostálgico al que le ha costado un mundo dar el salto de lo analógico a lo digital (aún sigo conservando el video de mi boda en VHS). Sin embargo, en el 2014 di pasos decididos hacia la actualización... no me quedó de otra.
Una anécdota como ejemplo: desde que en el 2013 mucha gente empezó a delirar por esa delicia de serie que es House of Cards , mi primera reacción no fue el suscribrirme a Netflix, el hoy dominante servicio de streaming productor de dicho programa. No, qué va. Cuando me sentí empujado a seguir aquel demoledor drama político, mi primera reacción fue buscarlo en DVD, tangibilizarlo, comprarlo en formato físico para verlo y luego coleccionarlo.
Con aquella intención llegué un día a la caja de un supermercado, con mi mano llena con la primera temporada de House of Cards en DVD. El precio me parecía una ganga ($40) pero mi esposa Mónica no compartió mi entusiasmo. Los hombres casados sabrán a lo que me refiero: pocas tareas son más rudas que tratar de venderle a nuestra pareja la idea de que aquel ítem suntuoso, de octava necesidad, de carácter estrictamente lúdico tiene justificada razón de ser en nuestro hogar. El descargo de Mónica no fue derivado del precio, sino de mi manía por seguir llenando la casa con discos. “Pero si esa serie está toda en digital...”, fue todo lo que necesitó para vencerme. Así, los DVD con la cara de Kevin Spacey volvieron al estante y yo juré que me quedaría con las ganas de disfrutar la serie a mis anchas.
Pues, como suele suceder, la razón estuvo del lado femenino. El 2014 terminó y sí pude ver House of Cards a mis anchas, tantas veces como he querido, y gastando mucho menos que lo que habría desembolsado por los DVD coleccionables. Esto sucedió porque, una buena noche, harto de mi vida analógica, hice lo tantas veces postergado: abrir una cuenta en Netflix.
Este año terminé pagando, de buena gana, mi mensualidad a Netflix y Spotify. Siento que el precio de ambos servicios es justo, en realidad mínimo, para la cantidad y calidad de contenido que me entregan. Con Spotify viví un amor a primera oída, tanto así que le di vuelta, del modo más cruel posible, a Grooveshark, que por más de un año había sido mi opción predilecta para escuchar música en línea. Ahora ya ni mi usuario de esa red recuerdo.
Tanto me encandené a Spotify que cuando U2 intentó empujarnos a todos los usuarios de iPhone su nuevo disco, sin preguntarnos (lo cual me pareció tremenda grosería), de inmediato lo busqué en Spotify. Pero no estaba, porque U2 se alió en exclusiva con Apple para intentar recordarle al mundo que existe algo llamado iTunes. Los meses han pasado y si bien U2 me regaló su álbum y lo puso dentro de mi teléfono, a la fecha no lo he oído... ni me ha interesado (y conste, hubo una época en que fue un fiebrazo de la banda irlandesa).
El 2015 creo que será el año del salto para muchos. Las compañías de cable ya lo están experimentando, pues no es secreto que cada vez más abonados (especialmente lo más tecnológicos) retiran sus suscripciones en busca de opciones en línea, a la carta, y más económicas. Por algo es que canales internacionales como HBO y Fox ya promocionan sus propias herramientas de streaming como vehículo para series enormes, como Game of Thrones o Los Simpsons .
¿Seguiremos viendo televisión? Sin duda, solo que con nuevas y mejores posibilidades. El cambio será paulatino, quizá hasta lento, pero que viene, viene. Semanas atrás, mientras discutíamos entre los periodistas de entretenimiento de La Nación sobre estos temas, surgió la idea de hacer un reportaje extensivo sobre lo que, con toda naturalidad, definimos como “la televisión del futuro”.
Sin embargo, nuestro concepto estaba errado, pues estamos hablando de “la televisión del presente”. Esto ya está sucediendo, aunque muchos aún no lo noten, y este año procuraremos que las páginas de la Teleguía lo reflejen de la mejor manera. Negarlo sería nadar contra corriente.