Considerado el padre de la mafia moderna, aplicó su mente siniestra a organizar el crimen como una empresa, y forjó un imperio a sangre y fuego.
En la vida lo más importante es nunca ser el muerto. A los 14 años mató, por accidente, a un amigo. A los 16 era un gatillero profesional con 20 cadáveres al hombro.
Ganó millones de dólares con el tráfico de licor durante la Ley Seca; aumentó su capital con la narcoprostitución; controló el mercado de heroína después de la postguerra y fue gracias a él –y a sus conexiones mafiosas– que los Aliados pudieron invadir Sicilia, el 9 de julio de 1943.
Aplicó su talento para fundar el crimen organizado, tal como se conoce hoy en día en Estados Unidos. Bajo su égida modernizó a la mafia como una transnacional del delito, con leyes propias, códigos de honor, territorios y en términos empresariales: la diversificó.
El emperador del mal nació, el 24 de noviembre de 1897, en el hogar de Antonio y Rosalie Lucania, una miserable familia de mineros de Palermo, que emigró a Estados Unidos en 1903 y se estableció en Nueva York.
Cuando pasó por la oficina de migración de la Isla Ellis, cambió su destino y su nombre. Pasó Salvator a Charles, y años más tarde al que llenaría los archivos policíacos: Lucky Luciano.
El rapaz cayó del fuego a las brasas. De las polvorientas y sulfurosas calles mineras de su natal Lercara, saltó a los rudos barrios del ruinoso Lower East Side. En ese corazón de las tinieblas creció rodeado de pandilleros italianos, judíos e irlandeses.
Desde la escuela mostró sus naturales dotes para delinquir. Solía intimidar y chantajear a los pequeños judíos, hasta que topó con dos de su misma calaña: Meyer Lansky y Alfonso –Al– Capone.
A los doce años el papá intentó corregirlo y le dio una soberana paliza. Salvatore aprendió la primera gran lección de su vida: ¡No confíes ni en tu padre¡ Abandonó la escuela; igual no entendía ni un maní de lo que le enseñaban en un idioma que no era el suyo. Malvivió en las calles, en edificios abandonados y en salas de billar.
Empezó de recadero para maleantes de gran calado y a los cuatro meses lo metieron a un reformatorio, donde pulió sus artimañas.
La adolescencia lo convirtió en un mozalbete oscuro, agresivo y dispuesto a lo que fuera para ser un “hombre de honor” en la Pequeña Italia, semillero de gangsters cuyos nombres daban escalofríos a Satanás: Joe Masseria, Frank Costello, Vito Genovese y Salvatore Maranzano.
Algunos de ellos fueron asesinados por orden de Luciano y sepultados con honores de estado: catafalcos de $15 mil, cortejos de 40 Cadillacs, jardinerías completas, plañideras y responsos por su alma.
Cara cortada
El único empleo decente que tuvo fue en una fábrica de sombreros. El primer salario lo gastó en una casa de apuestas. A los 18 años fundó Five points gang, una pandilla cuyas tropelías llegaron a las orejas de Capone, quien pidió conocerlo. Hicieron migas porque Lucky era un extraordinario jugador de póquer y tenía los escrúpulos de un fenicio.
Los locos años 20 marcaron su apogeo. Fue el rey de los clubes nocturnos, regentó la trata de blancas, contrabandeó licor desde Escocia y Canadá, importó tabaco, controló los casinos y, cuando no quedaba otro camino más, echó mano al gatillo para enviar a quien le estorbaba a dormir con los peces.
Se transformó de un perdonavidas en un dandy; vivía en el lujoso Hotel Barbizon Plaza, leía a Shakespeare, frecuentaba la ópera, era un sibarita y aunque tenía la cara marcada por la viruela, las mujeres enloquecían al verlo.
Siempre usaba anteojos oscuros para ocultar su torcido ojo derecho, producto de la paliza que le dio un policía, enfurecido porque el matarife cortejaba a su hija.
Todo iba de maravilla hasta que chocó contra el fiscal Thomas Dewey, con fama de incorruptible, obsesionado por la notoriedad y acabar con Luciano y la mafia. Tras varias peripecias armó –en 1942– un caso contra Lucky, que fue condenado a 50 años de prisión.
Pero Charles tenía bien merecido ese apodo de “suertudo”, porque siempre caía parado como los gatos. Al año de cárcel el gobierno estadounidense pactó con él para que, en solo dos meses, movilizara sus agentes en Sicilia y facilitara la invasión Aliada a Europa. A cambio del favor fue liberado y expulsado de Estados Unidos.
Lucky aprovechó la oportunidad y viajó a Cuba donde organizó una histórica reunión con los líderes más conspicuos de la Cosa Nostra, para limar asperezas y operar como una empresa seria, no como una bola de rufianes.
En la isla tuvo a sueldo al dictador Fulgencio Batista; le endosaron el magnicidio de José Antonio Remón Cantera, presidente de Panamá, por líos con un embarque de heroína.
Los últimos años los pasó en un exilio dorado en Sicilia, en Lercara y más tarde cerca de Nápoles. Ahí se casó con la bailarina de ballet, Igea Lissoni; quedó viudo y la suplantó por Adriana Rizzo, una joven veinteañera.
Obsesionado con la inmortalidad intentó escribir su autobiografía; convencido de que su vida era realmente una película.
Al amanecer del viernes 26 de enero de 1962 se levantó temprano, caminó por la playa, asistió a misa como de costumbre, desayunó con su joven amante y más tarde fue al aeropuerto, para esperar al guionista Martin Gosch y finiquitar los detalles de la futura cinta.
Lo vio, lo saludó, apretó su mano, avanzó hacia la salida y cayó muerto. En ese instante, “Lucky” –el suertudo– Charles Luciano, comprendió que el hombre co suerte no tenía camisa.