¿ Reconoces a tu papi, mi querida muñequita? Así reza la dedicatoria en una vieja foto de la Primera Guerra Mundial, donde aparece un aviador con cara juvenil. Sin duda, una lágrima rodó por las mejillas de la pequeña Gudrun y suspiró.
En otras la causa de sus desvelos era su adorada esposa Marga, a la cual se dirige con empalagosas frases como: “mi querida tontuela”; “mi amorcito” o “mi adorada mujercita”.
El éxito de un asesino consiste en no parecerlo. Este era un hombre de extremos. Verdugo frío, pero un esposo y padre amantísimo.
Hizo del mal su rutina diaria. Imaginemos, por un instante, su agenda. En la mañana visitar un campo de concentración; al mediodía, firmar órdenes de ejecución; al atardecer, decidir quién era o no ario; al anochecer cenar en casa, pero sin mencionar ni jota del trabajo, porque eso era…¡Trabajo!
Todos podemos ser malos, solo falta decidirnos. Temible entre los despiadados Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS nazis, fue el segundo hombre más poderoso de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial y el ideólogo principal de un plan que pretendía liquidar 30 millones de hombres, mujeres y niños.
Para unos Himmler era otro loco más de la pandilla de Adolfo Hitler; obsesionado con buscar en el Tibet las raíces ocultistas de la raza aria y convencido de ser la reencarnación de Enrique I –El pajarero– un rey medieval alemán.
Su ostentoso estilo de vida, sus aires de mujeriego, la pedantería con que trataba a los demás y sus excentricidades fueron usadas como tapadera por sus subordinados, quienes en realidad controlaban a los temidos hombres de la gabardina negra.
Nada más alejado de la verdad. Heinrich era un extraordinario organizador, un líder consumado que creó una fuerza letal leal a él y a la idea de la superioridad de la raza aria.
Concibió un ejército personal más allá de la ley y la supervisión del estado; convenció a Hitler de que sus enemigos lo cercaban y era necesario fusionar las SS con la policía para forjar un instrumento de represión capaz de eliminar a sus opositores.
El 4 de octubre de 1943, en Poznan, Heinrich se dirigió a sus generales y esbozó su ambiciosa “Solución Final”: “la aniquilación del pueblo judío... Teníamos el derecho moral, estábamos obligados con nuestro pueblo a matar a estas personas que querían matarnos a nosotros”.
Basados en la experiencia del campo de concentración de Dachau, creado en 1933, fue autorizado para establecer una red de prisiones donde murieron al menos 2 millones de personas: judíos, disidentes, gitanos, discapacitados, católicos, comunistas, socialistas y todo aquel que no calificara como ario.
En los Secretos del Tercer Reich, de Guido Knopp, se afirma: “Himmler dio el primer paso para recurrir al gas como medio para asesinar a la población. Cubrió Europa con una red de más de 20 campos de exterminio y más de 1,200 centros anexos”.
Un día Heinrich llevó a su adorada Gudrun a visitar Dachau, el lugar de trabajo paterno, y ella escribió en su diario: “hemos visto huertos de plantas aromáticas y perales, y los cuadros que los presos habían pintado. Maravilloso. Después hemos almorzado muy bien”. ¡Qué muñequita tan inocente!
La nueva fe
A la luz de trémulas velas, coronas de hojas de roble, guardias empenachados y floridos discursos la cúpula de la Orden Negra celebró los mil años de la muerte de Enrique I, el Pajarero, en la catedral de Quedlinburg.
Este rey medieval, según Himmler, encarnó el ideal ario y el espíritu del renacimiento germánico, enfrentado a la Iglesia católica: “la peor desgracia de la historia”.
Himmler era un fanático de las ciencias ocultas y profesaba una fe inquebrantable en “las fuerzas desconocidas que nos rodean”, escribió José Lesta en su libro El enigma nazi .
Para instaurar el Reich de los Mil Años apelaría a las fuerzas naturales y sobrenaturales, por eso creó en 1936 la sociedad Ahnenerbe, que lucharía contra los poderes que amenazaban la existencia del nazismo.
Con tal de atraer esas fuerzas ignotas grabó una calavera en todos los anillos de los oficiales de las SS, como símbolo de lealtad al Führer y de la indisoluble unión y camaradería encerrada en su juramento: “Mi honor es la lealtad”.
La nueva secta organizó expediciones al Tibet para recuperar los restos de los primitivos arios, estudió las formaciones rocosas de la Selva Negra, envió exploradores en busca del Santo Grial y gestó un vasto proyecto relacionado con la brujería.
Según él, varios juicios por hechicería celebrados en el siglo XIII, en la ciudad de Slawa –cerca de Berlín– evidenciaban a las primeras mártires del nazismo; las brujas fueron torturadas y quemadas vivas por tribunales de católicos y judíos.
La Ahnenerbe sustituyó a la sociedad Thule, una organización secreta de principios del siglo XX cuyo líder se autoproclamaba el anticristo y ordenaba, de tanto en tanto, asesinatos políticos para depurar el sistema. Entre 1918 y 1922, en Baviera, fueron responsables de al menos 354 crímenes.
A lo largo del año la Orden Negra de las SS estableció fechas sagradas donde renovaban sus compromisos de honor y lealtad; intentaron abolir celebraciones como el Viernes Santo y la Navidad.
Con el triunfo del nazismo el ideólogo de esta secta, Friedrich Hielscher, sería el sumo sacerdote de la nueva religión, Hitler la divinidad encarnada y Himmler el primer santo.
Culpa y delirio
A duras penas Himmler cumplía con los requisitos del ideal del superhombre ario: medía 1,74 m, medio calvo, miope, de aspecto plebeyo, debilucho y enfermizo. Pero con una capacidad inusual de estar en el lugar adecuado y en el momento justo, para desarrollar su utopía de un mundo perfecto, regido por la raza germana.
Nació con el siglo XX; creció en una familia conservadora y de clase media, al calor de su padre, Gebhard –maestro– y su devota madre Anna Maria. Vivió en Munich con sus dos hermanos Gebhard y Ernst.
Pasó su juventud en Landshut porque el padre aceptó un puesto de vicedirector de un colegio; pero este ambiente pueblerino no le sentó nada bien a las desmesuradas ambiciones del aspirante a matarife.
Su fervor patriótico lo impulsó a enrolarse como cadete en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial, pero no llegó a disparar ni un tiro porque el día que finalizó su entrenamiento… terminó el conflicto. ¡Recórcholis!
Continuó su formación nacionalista, una corriente en boga entre los derechistas alemanes de principios del siglo XX, con sesudas lecturas de textos racistas, aderezada con una gavilla de amigos que pensaban igual o peor: Adolfo Hitler, Ernst Röhm y Herman Goering.
Además de su formación antisemita, leyó incontables libros de parapsicología, espiritismo, ciencias ocultas y esoterismo donde incubó una serie de teorías fantasiosas, como la de crear una nueva religión germánica que suplantaría al cristianismo.
Himmler representó a una generación de resentidos contra el Emperador Guillermo II, a quien achacaron la derrota alemana en la Gran Guerra; por eso deseaba otra para recuperar el orgullo perdido.
A todo esto se sumó la crisis mundial de los años 20; la devaluación, la hiperinflación, las hambrunas jamás vistas en Alemania y un sentimiento nacional de abandono y derrota.
Heinrich intentó estudiar economía agrícola, porque consideraba que el estado ideal debía basarse en la riqueza de la tierra, pero debió abandonarla ante la ruina de la familia y encontró un empleo apropiado: revolcar estiércol.
En una muy documentada biografía, el historiador Peter Longerich, hizo un brutal retrato psicológico del hombre que fue la sombra de Hitler, y podría considerarse la auténtica columna del régimen nazi.
Solo aguantó un mes entre los detritus animales y, después del fracasado golpe contra el gobierno que envió a la cárcel a Hitler en 1923, encontró trabajo como secretario y asistente personal de Gregor Strasser.
Este dirigió la oficina de propaganda nazi y pronto Himmler, sin tener las cualidades histriónicas de Joseph Goebbels, se hizo su propia fama de buen orador y agitador de masas.
Basó sus arengas en la conciencia racial, el culto a la raza alemana, la necesidad de expansión germana, la creación de colonias arias y la lucha contra los eternos enemigos de Alemania, es decir: judíos, marxistas, socialistas, comunistas, anarquistas, demócratas, pueblos eslavos y todo aquel que le cayera mal.
Con solo 280 hombres y a cargo de cuidar a Hitler y promover el periódico El Observador Nacionalista Racial , desarrolló un cuerpo de élite que llegó a tener 500 mil agentes con dos objetivos claros: seguridad interna y pureza racial.
Dirigió con pasión, eficiencia y precisión alemana la Oficina de Raza y Asentamiento, encargada de aplicar el “Decreto de Matrimonio” mediante el cual quienes deseaban casarse debían de probar que eran alemanes sin mácula. Este certificado les daba derecho a trabajo, mejores raciones en los territorios ocupados y significaba la vida o la cámara a gas.
En el último estertor de la guerra intentó utilizar a los prisioneros como moneda de cambio para negociar su libertad; ante esa traición Hitler lo despojó de sus cargos y ordenó su arresto.
El mundo se vino abajo. Se afeitó el bigote, se colocó un parche en el ojo, se vistió como un sargento de la Policía militar y se entregó a los rusos. Estos no lo reconocieron y lo remitieron a los británicos; tuvo que soportar la humillación de desnudarse y ser revisado como si fuera un caballo.
Ante la ignominia mordió una cápsula de cianuro que, desde el inicio de la guerra, ocultaba entre los dientes. Era el 23 de mayo de 1945. Ese día, ninguna valkiria bajó del cielo para llevarlo al Valhalla.