Érase que se era, en un país muy muy lejano, un títere que tenía el corazón de un niño. Su alma era como el agua, donde todo se agita y en la que todo se refleja.
Tenía cara de caballo; larguirucho; desgarbado; con una nariz tan enorme que era la última en irse; unas patotas enormes, ojos como frijoles y una cabellera rubia tan desordenada, que solo su madre pudo peinarla alguna vez.
Soñador y taciturno, era el hazmerreír de todos por su vocecilla de mujercita, y tan pobre, tan requetepobre, que lo sentaban en la última banca de la iglesia.
Un día, decidió rodar tierras, y andando, andando, andando llegó hasta una gran ciudad, y allí, después de mil penalidades, alcanzó el paraíso perdido y dejó de ser ¡un patito feo!
Hubo un tiempo, antes del Reino Frío de las Pantallas, cuando no había Ipads, ni tabletas, ni teléfonos inteligentes, ni videojuegos, ni cine, ni televisión, que, acurrucados bajo las tibias cobijas, los niños escuchaban historias de sirenitas, soldaditos de plomo, princesas y brujas, emperadores y pordioseros, narradas por un hombre cuya vida fue un cuento de hadas escrito por Dios: Hans Christian Andersen.
Uno de ellos, La niña de los fósforos , es un clásico navideño. En la última noche del año, una huerfanita intenta vender cajas de fósforos; aterida por la nieve y el viento, los enciende uno tras otro para calentarse; en cada resplandor ve a su abuela muerta, que viene por ella para llevársela al cielo.
A los 14 años, en 1819, Hans dejó su natal Odense y puso rumbo a Copenhague, ilusionado con ser actor y bailarín; pero, como todo le salía mal, terminó de escritor gracias a su desbordante imaginación, su sensibilidad exacerbada y unas pantagruélicas ganas de acumular conocimientos, sobre el mundo y su gente.
Vestido con levita, lazo en el cuello y sombrero de copa, parecía un farol andante; de sus gruesos labios brotaban relatos de tierras, personajes y situaciones fantásticas, tanto, que nadie se las creía y pasaba por loco, igual que su abuelo, acostumbrado a caminar por las calles con un gorro de papel en la cabeza.
Su insaciable sed por viajar apenas se comparó con la de escribir; compuso más de 150 cuentos, mil poemas, novelas, libros de viajes, obras de teatro, óperas y una autobiografía.
Los temas de Andersen son universales: la eterna lucha entre el bien el mal; el imperio de la justicia; la victoria del amor sobre el odio; el triunfo de la razón sobre la fuerza; el ascenso del desvalido gracias a una fuerza divina que acude en su ayuda y premia su virtud.
El patito feo , El soldadito de plomo , La princesa y el guisante , El traje nuevo del emperador y La reina de las nieves viven dondequiera que haya un adulto, que alguna vez fue un niño.
Por toda Europa, Andersen dejó sus huellas, atesoradas en cientos de objetos personales, correspondencia a amigos y las innumerables fotos pues era un fanático de las imágenes y jamás se negaba a grabar su perfil de aguilucho, con aquella mirada entre altiva y suplicante.
Todos lo amaron y soportaron sus manías, solo un contemporáneo –el filósofo existencialista Sören Kierkegaard– menospreció su obra por considerar que, en El traje nuevo del emperador , “probar que una cosa existe es algo difícil”; pero a Kierkegaard lo habrán leído cuatro gatos y ninguno tenía botas ni servía al marqués de Carabás.
El titiritero
Hans vivía en las nubes, pero no en la de Google porque, en ese tiempo, la Internet no existía. El iluso llegó a creer que era hijo del emperador de China, el cual saldría algún día del fondo del río de Odense para hacerle caravanas y colmarlo de diamantes.
La realidad era tan dura como la tabla funeraria sobre la que lo parió Anne Marie Andersdatter, en la madrugada del 2 de abril de 1805, en un barrio miserable de la isla de Fionia, en Dinamarca. Ella lavaba ropa ajena en las frías aguas de un riachuelo; pedía limosna en las calles, y su hijo la inmortalizaría en el cuento La niña de los fósforos .
Su padre no le iba a la zaga; era un zapatero remendón que construyó la cama matrimonial con la madera de un viejo ataúd. Según una biografía de Jackie Wullschlager, el camastro conservaba la felpa negra que cubría al muerto.
La familia la completaba una media hermana ramera; un abuelo demente, que perseguía a la chiquillería con un tricornio de papel; una abuela empleada de hortelana en un hospital para locos, donde presumía de ser una princesa venida a menos porque perdió sus tierras. Incluso estuvo en la cárcel por parir demasiados bastardos.
Es innecesario decir que el infeliz de Hans se quería meter en un huequito, y no salir por otro, humillado por las cuchufletas de sus iguales.
Andersen era más feo que un zanate, y el escritor inglés Edmond Gosse lo describió así: “Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara”.
Cuando Hans nació, su analfabeta madre corrió donde la gitana del pueblo y le pidió que pronosticara la vida de aquella masa de carne. “Algún día, Odense será iluminado por él” masculló la desdentada, ¡y la pegó!
Anne Marie era una mezcla de protestante radical con creyencera pueblerina; leía la Biblia y se escandalizaba porque el marido blasfemaba en alta voz, sobre todo cuando la emprendía contra el gremio de zapateros, que nunca lo aceptó entre sus colegiados.
Una vez, contó Hans en su autobiografía, un clavo de la cama le rasguñó la piel a su padre y él creyó que el diablo había querido llevárselo por pecador.
Más allá de las penurias añoraba los días en que su padre le contaba las historias de Sherezade y Las mil y una noche s y lo hacía devorar libros enteros. “Las pocas veces que lo oí reír, fue cuando leía” escribió Andersen.
La casa solo tenía una habitación, una parte era cuarto y la otra el taller del remendón. En el tejado de la casucha, Anne Marie montó un cajón con tierra para sembrar hortalizas, de donde se inspiraría Hans para recrear el cuento La reina de las nieves .
Para animar al niño, el padre le construyó un teatrito de títeres, tallados por el abuelo y vestidos por la madre. El escenario era un delantal materno donde los monigotes contaban las fantasías del pequeño que soñaba con ser actor, pero no pudo…
El padre se fue a la guerra, montado en una perra, y, como Mambrú, jamás volvió. A los once años, Hans buscó trabajo de aprendiz de tejedor, más tarde de sastre, pasó a una fábrica de tabaco, y, allí, un compañero le bajó los pantalones para ver si era hombre o vieja.
La madre se casó otra vez, cayó en el alcoholismo y a ratos en la prostitución; y el niño decidió probar suerte en Copenhague como actor y cantante.
El cisne salvaje
Hans tenía una bella voz y cualidades histriónicas, de las que se valía para cantar, bailar y declamar en las fiestas pueblerinas; recreaba sus cuentos con mucho detalle, y el público lo premiaba con unas cuantas monedas. Así ahorró y pudo pagarse el viaje a la capital.
Ninguna privación era capaz de tumbar su buen humor; tenía la certeza de que algún día sería famoso, pero no cómo ni cuándo. Con solo dos semanas en la ciudad, se abrió paso a punta de labia hasta el escritorio del director del Teatro Real y le dieron plaza como estudiante de danza.
Su ridícula espontaneidad le granjeó el aprecio de los nobles, y hasta el rey Federico VI lo becó. “Andersen se abrió paso en el mundo, recurriendo a su talento innato y a su espíritu indomable. Era divertido…, astuto…, y se promovía a sí mismo sin asomo de vergüenza”, apuntó Mette Norgaard en El patito feo se va a trabajar . En este libro la autora analiza los cuentos del danés y los aplica a los ejecutivos modernos.
A los 15 años, Hans cambió de voz y no pudo seguir como cantante; logró una beca para la Escuela de Gramática de Slagelse, y el director, Simon Meisling, lo molía a manotazos y garrotazos so pretexto de fortalecerle el carácter. El funcionario lo humillaba ante los otros alumnos, que apenas tenían once años.
Desplegó con éxito su veta narrativa y escribió dramas, poemas y cuentos que se publicaron en periódicos y revistas. A los 24 años ya era un dramaturgo conocido, y bien podía decir que, “si saliste de un huevo de cisne, poco importa haber nacido en un nido de patos”.
Su buen nombre, unido a su habilidad para autopromoverse, lo conectaron con la realeza, y Maximiliano II lo invitó a Munich. De cariño, Hans apodó “King Max” al rey. Llegó a ser tan conocido que anotó en su biografía: “En esos viajes, nadie me pedía el pasaporte”.
Amigable como pocos, conoció a Victor Hugo, Heinrich Heine, Honoré de Balzac, Alexandre Dumas y a Charles Dickens; este último fue su anfitrión en su casa de campo en Kent, y durante más de un mes causó la desazón hogareña.
Hans apenas rumiaba el inglés; al menor aire pasaba el día tirado en el jardín sollozando como un niño; en las botas ocultaba un reloj de bolsillo, la billetera, un par de tijeras, una navaja, dos libros, cartas y papeles diversos por miedo a que se los robaran.
Por dicha, el visitante se fue, y Dickens colgó en la puerta este rótulo: “Hans Christian Andersen durmió en esta habitación cinco semanas, que para esta familia fueron una eternidad”.
Andersen era un viajero nervioso, compulsivo, asustadizo, y solía llevar una enorme cuerda en su maleta para escapar por la ventana por si ocurría un incendio en el hotel.
El abeto
Los deslenguados biógrafos de Andersen escribieron que este murió casto, pero esos datos contrastan con las anotaciones del diario personal del cuentista, quien hacía incursiones a los diferentes burdeles y allí disfrutaba los placeres de Onán mientras contemplaba a las meretrices.
Otros dicen que era homosexual, mas esto raya en la maledicencia. Lo vincularon con Edward Collin, hijo del director del Teatro Real, pero este lo ninguneó por ser un descastado. Años más tarde, Collin se casó, y Hans –según unos– sublimó su tristeza erótica en La sirenita .
Los más tórridos intérpretes de sus cuentos aducen que en estos se refleja la heterodoxia sexual de Andersen; pero, por ese camino, Caperucita Roja , Los tres cerditos y Blancanieves serían pornografía infantil, apologías de incestos, violaciones y promiscuidad.
Lo cierto es que Andersen llevaba un registro minucioso, en su diario, de sus divagaciones sentimentales, y, según su intensidad, las marcaba con una equis, y a veces hasta con dos.
La escritora Bente Kjoelbye, en Andersen y sus amigas , señala a Louise Collin como su primer amor, pero ella se casó con un abogado. A los 20 años, Hans se enamoró de Henriette Wulff, pero esta murió ahogada en el barco Austria , que junto con 485 personas se hundió camino de Nueva York.
Tal vez su gran pasión haya sido Riborg Voigt. La noche en que la vio escribió: “Mi destino está en tus manos… Mi corazón y mi sangre ansían un amor”. La calentura nunca pasó de un agitado intercambio de cartas y promesas que jamás llegaron al contacto físico, si bien la señorita Riborg moría de ganas de que la raptasen pues estaba comprometida con el hijo de un boticario.
También asedió con flores, cartas y poemas a la soprano Jenny Lind, conocida como el “Ruisueñor Sueco”. Lind se casó con un pianista alemán y tuvo una hija, lo cual devastó a Hans. Ante el nuevo desaire, la emprendió contra Anna Margrethe Schall, una bailarina, pero de nuevo le dieron calabazas.
A los 70 años, el cuento de hadas que vivió Andersen llegó a su fin. Postrado en la cama a raíz de una caída, escribió en su diario: “ No puedo vivir en mi soledad, estoy cansado de la vida. Me siento viejo y cuesta abajo”.
El 4 de agosto de 1875, Hans Christian Andersen aferró una bolsa que colgaba de su cuello, con la última carta que le escribió Riborg. Esa noche el firmamento lucía límpido, como si recién lo hubieran lavado; una estrella fugaz cayó a tierra y un alma buena se elevó al cielo.