Paradigma de la diva extravagante y veleidosa. Con su mirada podía convertirse en lo que quisiera. Vivió más allá de sus posibilidades y sobre su tumba debieron grabar este epitafio: “Pagó todas sus deudas”.
Arrogante, narcisista, autosuficiente, egocéntrica; antes de que existiera Hollywood, ya reinaba entre las diosas primigenias del celuloide. Por miríadas se cuentan los que cayeron en la red de sus pestañas y soñaron con besar aquella boca, finamente delineada.
Nunca conoció los límites, ni materiales ni personales. Se echó encima hasta el último dólar que ganó. En el esplendor de sus días llegó a cobrar un millón de dólares anuales; los devotos lectores comprenderán que eran los locos años 20 y la gente no paraba de bailar el charleston, vestirse con plumas y deambular por el mundo en una pura jarana.
Gloria Swanson, entre nosotros, y Gloria Josephine Mae Svensson –para los de a pie– encabezaba el derroche con sus contoneos por la Alameda de las Plumas. Las pobres estrellillas de hoy en día babean de envidia al conocer el desglose de una factura de Gloria: $25 mil en abrigos de piel; $50 mil en vestidos; $24 mil en medias, zapatos y ropa interior; $30 mil en blusas, bufandas y accesorios; $6 mil para la nube de perfume que la envolvía.
“El público quería que viviéramos como reyes, así que eso hice”, dijo en una oportunidad.
Casada con el aristócrata Henri le Bailly, Marqués de la Falaise de la Coudrave, llevó al colmo su título y contrató cuatro lacayos para que la llevaran alzada en una litera al camerino; el resto del equipo debía hacerle reverencias. Su propia hija, Michelle, la consideró “imposible” de tratar.
Sus excentricidades rayaban en el paroxismo. Vivía en una mansión con 30 criados; en sus viajes a Europa alquilaba un barco completo para llevar el equipaje y en diez años despilfarró la bicoca de $300 millones.
En su autobiografía sentenció: “el dinero es divertido hasta que no queda nada por comprar”.
Así como dilapidó el billete, también gastó a los hombres. Tuvo seis maridos; se casó a los 17 años con Wallace Beery –quien la violó la noche de bodas– y de ahí en adelante nada la contuvo. A los 76 años pasó por la vicaría con su novio William Duffy, al que le llevaba ¡30 años!; es que Gloria no dejó ni las migajas para las hormigas.
De sus maridos no guardó buenos recuerdos, los consumió como si fueran cigarrillos, y en sus memorias – Swanson on Swanson – apuntó: “He dado muchos más de mi a estas memorias, que a ninguno de mis matrimonios. No te puedes divorciar de un libro”.
Como todo lo que sube tiene que bajar, Gloria pasó de las nubes al estiércol y se quedó sin nada… en la lipidia, en la pura tuza. Pero esta mujer estaba hecha de otra madera; sin perder el glamour trabajó como agente de viajes y diseñó ropa para un supermercado.
Los chupamedias de la prensa señalaron que Swanson fue incapaz de superar el cambio tecnológico del cine mudo al sonoro; pero se ve que estos lamecallos ignoraban que Gloria tenía una voz de soprano, recibió clases de dicción y se renovó; solo que los sátrapas de los estudios de cine aprovecharon la coyuntura para contratar actores imberbes y jovencitas calenturientas, para desbancar a las verdaderas estrellas que ganaban como deidades.
Más allá de esas invectivas Gloria estuvo 20 años en el congelador; actuó en el teatro, grabó programas radiofónicos y sobrellevó con gallardía el destierro, hasta que le llegó la oportunidad de filmar su propia vida y cerrar el círculo con Sunset Boulevard , o El Crepúsculo de los dioses , dirigida por Billy Wilder, quien tuvo la osadía de pedirle una prueba de actuación.
Salió del ostracismo como una tromba. Encarnó –literalmente– a Norma Desmond, una antigua estrella del cine mudo, incapaz de aceptar que sus días de gloria pasaron y nunca volvería a triunfar en la pantalla.
Fue nominada en 1950 a 11 premios Óscar y ganó tres, ninguno como actriz por supuesto, y está incluida entre las doce mejores películas de la historia del cine norteamericano; pero fue su canto de cisne.
La diva perfecta
Gloria tenía prisa por convertirse en mujer y dejar las babosadas de la niñez. Detestaba vestirse como una chiquita, vestir muñequitas, lavar trastecitos, jugar lirón, lirón y todas esas puerilidades, según escribió Stephen Shearer en La última estrella , una biografía de la actriz.
“Odiaba ser una niña. Solo quería ser mayor. Nunca me interesaron las cosas de la infancia. Siempre sentí que era un preludio misterioso e intolerablemente tonto a algo más real, misterioso y conmovedor”.
Sin duda el sexo, el matrimonio y los hijos le abrieron una ventana a un mundo más tangible, menos iluso pero lleno de sabandijas rastreras, dispuestas a devorar su inocencia.
Si le hacemos caso a Shearer la diva siempre estuvo enamorada de un solo hombre: su padre. Lo admiraba porque sabía todas las respuestas y lo idealizó al punto de que buscó esa figura paterna en todos sus amantes y maridos. “A Gloria le atraían los hombres mayores, protectores, que cumplieran el rol de un papá”.
Chirrisca, de facciones un tanto exageradas, bonita sin ser bella, con una cejas continuas trazadas con puntero, poseía una sensualidad desbordante que derretía a los hombres como si fueran de cera.
A los 17 años, y con una incipiente carrera fílmica, contrajo nupcias con Wallace Beery; un connotado actor con más de 200 películas al saco, entre ellas la celebérrima La Isla del Tesoro , en el papel de Long John Silver. Beery la dejó embarazada y le ocasionó un aborto; además, era un alcohólico y le recetaba constantes palizas.
Apenas pudo se deshizo del infeliz y a los 20 años reincidió en el altar con el empresario Herbert K. Somborn, con quien tuvo a Gloria y adoptaron a Sony.
Pero Gloria no era mujer de un solo hombre y mientras filmaba las lacrimógenas cintas de Cecil B. De Mille –su protector y amante– sostuvo sonados lances con Rodolfo Valentino y al menos 13 fulanos más.
Hastiada de los palurdos de Hollywood decidió filmar en Europa; a los 30 años conoció y se casó con el marqués de La Falaise, quien era su traductor.
Regresó a Hollywood más insufrible de lo que ya era. Envió a la Paramount un telegrama con esta advertencia: “Se ruega preparar ovación”. Bajo un arco de flores y un estruendoso coro de serviles conoció a un bicho tan arrogante y despiadado como ella: Joseph –Joe– Kennedy, el patriarca del clan demócrata. ¡Ahí fue donde la chancha torció el rabo!
Después de su divorcio del marqués –en 1931– probó suerte con el playboy Michael Farmer, con quien tuvo a su hija Michelle. Otra vez libre le dio el pase a William N. Davey, un alcohólico que la dejó botada.
En su vejez se casó con William Dufty, periodista que escribió una biografía de ella, se codearon con la alta sociedad, disfrutaron de los mismos gustos y viajaron por el mundo como dos adolescentes.
La Reina Kelly
Joe había llegado a Hollywood tras amasar una fortuna con el contrabando de licor y otros negocios, más o menos grises. Ver y desear a la diminuta actriz fue uno; se convirtieron en amantes y montaron su nidito de amor entre sábanas de satén y lujuriosas cabalgatas sobre esa potra de nácar.
El bribón de Boston inventó un filme para su querida y le encargó la dirección al lunático de Erich von Stroheim. El Pantano era una cinta improyectable en 1928, porque parecía un porno casero de la peor estofa.
Gloria interpretaba a una jovencita criada en un convento que hereda una cadena de burdeles en África; la actriz pegó el grito al cielo y exigió a su amante que despidiera al loco y le encargara a ella salvar la película y los 800 mil dólares que habían invertido, escribió Kenneth Anger en Hollywood Babylonia .
Aunque le cambiaron el título por el de La Reina Kelly fue imposible salvar el engendro; Joe se endiabló y se portó como un auténtico patán de los negocios. En lugar de tomarse el fracaso de manera deportiva decidió maniobrar y endosó todas las deudas a Gloria, y esta pasó 20 años pagando facturas. Ya se sabe que la única manera de hacer plata es quitándosela a los demás.
La Swanson envió a la porra a Kennedy, porque este tuvo el desparpajo de presentársela a su esposa Rose y Gloria comentó: “Una cosa es ser la amante y otra exponerme a esta inmoralidad”.
Algunos restos de vergüenza le quedaban, no en balde sus padres Joseph Theodore Swanson y Adelaide Klanowski eran unos luteranos estrictos. Gloria nació en Chicago el 27 de marzo de 1899 y como su progenitor era soldado llevó una infancia nómada entre Florida y Puerto Rico.
Nunca fue buena para los estudios; cantó en el coro de la Iglesia, participó en varias obras teatrales y su padre la apoyó con entusiasmo.
Trabajó como dependienta en una tienda y a los 15 años apareció como extra en The soung of Soul , en 1914. Filmó dos cortos con Charles Chaplin y su carrera despegó gracias a la ayuda de su mentor Cecil B. De Mille.
A los 28 años le diagnosticaron cáncer de ovarios; en un arranque propio de su talante decidió curarse a base de una dieta vegetariana.
Pero nadie se la hace dos veces a la calaca; a los 84 años, contra su voluntad, la operaron de una aneurisma y murió el 4 de abril de 1983.
Los hagiógrafos periodísticos publicaron al fin el obituario que tenían redactado hacía 30 años, acerca de una mujer que escribió el vademécum del estrellato, el ícono “fashion” de Hollywood, pero que –para su desgracia– se adelantó a su tiempo.