Es probable que en el futuro no muy lejano, cuando volvamos la mirada al 2017, no tendremos respuestas claras a la pregunta del millón: ¿qué diablos estábamos pensando cuando le dimos alas a los influencers ?
Días atrás asistí a una actividad de prensa, a propósito del lanzamiento de un producto comercial. Ahí, como periodista, me sentí en minoría, pues el mayor esfuerzo se enfocó en convocar influencers . Si el término le resulta extraño, entonces usted oficialmente se quedó rezagado en tendencias: los influencers son, según las agencias y entendidos, los que hoy dictan qué debemos consumir y cómo hacerlo.
Soy vieja escuela y recuerdo que cuando empecé a cubrir este tipo de lanzamientos, los invitados solían ser exclusivamente personeros de medios de comunicación, más uno que otro inevitable bombeta. Ahí, aunque fuese por compromiso, los periodistas preguntaban sobre el tema en cuestión, aplicaban su criterio, y elaboraban algún contenido relacionado.
Ahora, sentado en medio de los influencers trato de entender la nueva dinámica. En la actividad hay músicos del mercado juvenil; una chef; varias modelos; actores; comediantes y hasta un exfutbolista de tenues atestados. La modelo que comparte mesa con nosotros se toma decenas de selfies y hace un Facebook Live para decirle a sus miles de seguidores que el producto es buenísimo, aunque casi no lo consumió. Minutos antes, mientras el gerente de marca explica los motivos del lanzamiento, ella solo tenía atención para su smartphone .
Los influencers –figuras en su mayoría venidas del medio artístico y farandulero– son el canal de comunicación que nadie vio venir (así como tampoco anticipamos los grupos de Whatsapp “de las tías” o de los excompañeros del colegio). Cantantes, modelos, presentadores de televisión, deportistas, cuenta chistes y una amplia fauna de etcéteras se valen de sus redes sociales para decirle a sus decenas de miles de seguidores cuál es su marca de audífonos preferidos; el nombre del nutricionista que los transformó “milagrosamente”, y el mejor lugar para tomar cerveza artesanal en Escalante.
El truco está –pequeño detalle– en que la mayoría de estas menciones son pagadas por las marcas. En sencillo: los influencers no son transparentes, no advierten a su audiencia que sus “recomendaciones” son parte de un plan de medios, que sus posts tienen precios en dólares, que si están hablando bellezas de un carro es solo porque esa marca les contrató primero y no la otra.
Los influencers son los “todólogos” por excelencia: personajes capaces de recomendar con toda propiedad en una misma hora un restaurante de hamburguesas, carteras de cuero, servicios bancarios y blanqueamientos dentales sin aportar mayor razonamiento. Las cosas les gustan solo porque sí, y su ausencia de argumentación lejos de parecer una debilidad más bien los legitima ante un público que cada vez repara más en la forma que en el fondo.
De vuelta en la actividad de lanzamiento de producto, todos los influencers disparan en sus perfiles de Facebook, Instagram, Twitter y Snapchat una andanada de loas y exclamaciones. A todos les pareció “chivísima” y ninguno preguntó algo a los personeros de la firma que pagó el almuerzo.
A las marcas los influencers les caen bien: no cuestionan, no dicen nada malo, no molestan. Porristas a la medida.
El 2017 es el año de los spinners , aquellos juguetes giratorios de poca gracia que todos los niños pidieron y luego lanzaron a un cajón cuando pasó la moda. El 2017 también es el año en que todas las marcas comerciales salieron a comprar la complacencia de los influencers , moda que aún está por verse si será igual de efímera.